De todas cuantas existen, quizá sea la de viajar, la mejor metáfora de vivir. Y, ya saben, si la literatura nos habla de la vida o, más allá, si literatura es la vida misma, nos hallamos repentinamente en el centro de un juego de metáforas matrioskas: leer, viajar, vivir.
Durante el mes de marzo, Maclein y Parker no ha hecho otra cosa que invitarnos a viajar (vivir), a través de las imágenes, la música y, cómo no, las palabras. Este artículo pretende ser una aproximación, un viaje somero y, desde luego, imperfecto, por algunos imprescindibles de la Literatura Universal en el que el viaje mismo, el viajar mismo o el viajero mismo fueron protagonistas principales o secundarios, queridos u odiados. O ni siquiera eso, a veces, sólo un eco entre las páginas.
Por acotar, por honesta ignorancia y aún a riesgo de caer en una terrible paradoja, ha quedado excluida de este intento de artículo la denominada literatura de viajes. Empecemos y que los dioses me perdonen.
Y hablando de éstos… Diez años le llevó a Ulises sortear sus designios y alcanzar el regreso a casa en La Odisea que dio nombre a todas las posteriores odiseas. Es de justicia poética empezar por este clasiquísimo literario de Homero que nos lleva a los orígenes mismos de la literatura occidental. Es el zas primigenio (en toda la boca) al concepto de viajar por viajar, sin importar destino, ni aún menos regreso, y, además, se ocupa no sólo del viajero, también de su antónimo, del que aguarda. En este caso, la que aguarda, todos la conocemos, sino por Homero por Serrat, la fiel y paciente Penélope.
Si podemos considerar a La Odisea el primer gran viaje literario, la Divina Comedia de Dante Alighieri sería el segundo. El descenso a los infiernos de Dante (no el único de la literatura) es otro clásico viajero. Obra cumbre de la literatura italiana, podríamos dejarnos engatusar por ella si no fuera porque algún que otro siglo más tarde surgiera ese viajero tan nuestro, tan único que fue (y aún es), Alonso Quijano. La sed loca de aventuras de este hidalgo manchego y el particular viaje que emprende, sirvió a Cervantes para escribir la Novela (nótese la mayúscula). Título único, orgullo de la Literatura española y universal. Novela que ya contuvo y contiene todas las novelas que se escribirían después.
En esta obra magistral, y por supuesto en las anteriores, y en mayor o menor medida en todas las que proponen un viaje (ay, y también en las que no), nosotros, desocupados lectores, realizamos el viaje con este caballero de la triste figura, somos una suerte de segundo escudero, sufrimos con él, lo acompañamos en cada desventura, en cada ensoñación, llegamos hasta el mismo lecho de su muerte, ya transformados, ya siempre un poco quijotes todos. Así debe ser. Ese es el cometido de los viajes, del leer como viaje, del viaje como metáfora de la vida, la irremediable transformación. Como Tolkien nos enseña en El hobbit (voilà otro imprescindible): la única garantía es que si uno regresa, ya no será el mismo. Lean si no, Hacia rutas salvajes (Jon Krakauer) o, por supuestísimo, En el camino (Jack Kerouac).
Hay viajes hacia lo exótico y desconocido, como los que realiza el protagonista de Seda (Alessandro Baricco), desternillantes como El asombroso viaje de Pomponio Flato (Eduardo Mendoza), metaliterarios como El viaje de las palabras (Clara Usón) y cargados de belleza, humanidad y fábula, como el que compartió con nosotros José Saramago: El viaje del elefante, con su esperanzadora e inquietante cita al inicio: siempre acabamos llegando a donde nos esperan.
En realidad, me pregunto, qué libro no es un viaje. Apuesten una vuelta al mundo en ochenta días, giren en la segunda estrella a la derecha, volando hasta el amanecer, sigan al conejo blanco, tomen el tren en el andén 9 y 3/4 , pasen temporadas en el infierno si fuera necesario, recorran los campos de Castilla o sobrevuelen Fantasia… Qué libro no es un viaje, afirmo. La Literatura (nótese la mayúscula) es viaje y regreso mismos. Es una Ítaca que nos aguarda y nos incita a partir.
Lean, viajen, vivan.
Patricia Nogales Barrera.