Revisas, como en cada amanecida, los viñedos de tu finca. Te acompaña el crujir del campo. Ha llovido durante la noche y te detienes a cada poco para zarandear un racimo con toque experto y, así, despejarlo de gotas. Cada uno de tus pasos es un proceso titánico de empuje. En tus pies embarrados hay miles de liliputienses. De tu tronco cuelgan piernas de hierro con bisagras que rechinan. Decides volver al camino de grava prensada para tomarte un descanso. Te sientas sobre una roca aplanada y extravías la mirada conforme tus pensamientos caen en cascada. Entonces te percatas de que el horizonte ya solo es una línea recta.
Hace veinte años el horizonte era una pancarta de meta a la que hincarle el diente. Cada curva de la montaña era un escalón hacia el cielo. Cada sprint, un soplo de aire fresco en mitad del desierto. Cada demarraje, un ejercicio de autoridad. La bicicleta era la amiga enamorada en la que siempre podías confiar. Galopar por el asfalto suponía tu razón vital. El ciclismo te proporcionaba micrófonos y pecunia.
Por las piernas corría vino espumoso, vino de brindis, risas y guiños. Las piernas, esclavas vivas y calientes, dispuestas a obedecer al patricio romano. Las piernas, tus piernas de hace veinte años, auténticos tratados de perfecta anatomía, esculpidas con un cincel renacentista en el mármol de los dioses. Las mirabas en los hoteles, tras los doscientos kilómetros, con las arterias y venas moviéndose como lombrices, y te daban ganas de cortarlas y dormir abrazado a ellas. Y ahora, mírate, dos dedos de barro te arrojan a la roca aplanada. Cada obstáculo cotidiano se convierte en un dolor crónico. Las malas cosechas, el abductor deshilachado; las botellas almacenadas, distensión de ligamentos; los celos, rotura de menisco; el abandono, un fémur astillado.
Tus piernas, las mismas que demostraron al mundo que el belga no era invencible. Dijiste: «¡Ahora!», y activaste el mecanismo depredador de una infancia sin onza de chocolate, camino de aquel pueblo francés que olía a perfume en el cuello de una mujer. Los gabachos te alentaban desde las cunetas: «¡Allez, allez, allez!». El belga era el enemigo público número uno. Los franceses estaban hartos de presenciar sus victorias. Pasaba tan rápido que los esputos no lo alcanzaban. Pedaleaste como un perro rabioso. Alguna vez te han enseñado fotografías de aquel día y te avergüenzas de la espuma que resbalaba por la barbilla. Sin embargo, cada espumarajo era un minuto de renta. Castigaste al belga con nueve minutos de diferencia. Dejó de dirigirte la palabra por insolente.
Tus piernas también le ofrecieron el maillot de campeón patrio al padre, agonizando por una próstata carcomida, siempre tan escéptico con el hijo —«¿Ciclista? ¡Ja!»—, tan malencarado con sus contemporáneos, maltratado por una guerra que lo expulsó de su terruño y le cubrió los ojos con el velo opaco del pesimismo. Llegaste al hospital y, tras una docena de autógrafos, lo abrazaste —quizá el último abrazo—, y anunciaste: «¡Soy el Campeón de España!». Las piernas, como herramienta de acercamiento al progenitor. Y el padre, tan escéptico, tan malencarado, tan maltratado: «Lástima que le falte un color al maillot».
Coincidiste con el belga hace poco, en una de esas cenas de viejas glorias. Tiene una esposa preciosa, pensaste. Parecía que los años habían enterrado la rivalidad. Conversó contigo con cordialidad. Conserva buena planta, pensaste. Recordasteis las viejas batallas. Él no desaprovechó la oportunidad para rememorar su descenso kamikaze del col pirenaico, bajo la lluvia torrencial, con el objeto de recuperar aquellos nueve minutos de pérdida que habían agujereado su orgullo; tampoco para mencionar tu persecución, no menos kamikaze, que acabó con tu cuerpo quebrado sobre las raíces de unos árboles, por culpa de aquella curva de herradura, más herradura que otras curvas. También te preguntó por tu vino —maldito belga—, y soltaste que un todo bien, te mandaré unas botellas cuando era vox populi que la bodega era un vertiginoso descenso por una carretera parcheada. En el segundo plato querías marcharte.
Te incorporas. La roca aplanada ha acolchado tu trasero. Miras al cielo y no te importa el cielo raso, pese a que unos días más de persistente lluvia atlántica nutriría la uva de la siguiente cosecha.
Es la hora. Por más que miras, no te termina de convencer el horizonte: solo es una línea recta.
A duras penas llegarás al despacho y abrirás el cajón con la llave.
Allez, allez, allez.
Queda poco para coronar el puerto.
Fin.
Por José Pedro García Parejo.
Fin. Jey Pi style. ¿cuánta geografía montañosa hemos aprendido gracias al ciclismo, profesor?