Miro el reloj parado de la frutería, da siempre las dos menos cuarto, quizá desde el momento en que los recuerdos se durmieron en mi memoria, o tal vez cuando la soledad me espesaba tanto dentro que se me hacía puré en el cuerpo; embravecida, nada podía desenredarla de mi piel, se pegaba como otra piel costrosa de hielo. Pero hoy ha saltado el pasado delante de mí, como los días de lluvia que rayan el cielo o como un llanto que viene de dentro y te sorprende cualquier mañana. Lara estaba allí de nuevo. Lara la hija de Lara, a la que vi muy embarazada, hinchada, febril, con la luz de agosto filtrada en su pelo canela, pidiendo que le dieran un vaso de agua.
Se lo di, claro, ella no me recordaba. Yo sí, de cuando venía de la mano con su madre y me miraba entre las pestañas largas de hilo fino. La vi luego muchas veces. Solo bajaba a la frutería de papá cuando se acercaba el día de la compra, solía ser un miércoles o un jueves y la hora aproximada, entre la una y las dos. Me volteaba por allí, a expensas de que mi padre me mandara a pesar los tomates o las papas. “Uff, ¿otra vez, padre?” A él le bastaba mirarme para que yo dejara de refunfuñar y me pusiera a la tarea.
Cuando aparecía Lara, madre e hija, me arrebolaba. Ya las horas se quedaban así. Decidían pararse, como ese reloj que bien pudiera estar en el desierto y tendría más sentido. Al verla, el mundo se cayó a mis pies. No la recordaba desde hacía muchos años, cuando se fueron del barrio y yo abrigaba alguna que otra esperanza distinta de ser frutero, y quizá, de acariciar las manos de aquella diosa. Tristemente, comprendí que la orfandad te tira de la mano, te lleva al agua con una piedra en el cuello y si no nadas o haces algo, te ahogas. Así fue que llevo más de diez años detrás de este mostrador. El mismo de mi padre, el que también limpió mi madre, y el que pintamos con tizas mis hermanos y yo. Pero yo corrí la suerte de quedarme atado al hilo de la tragedia, el de la herencia.
Sin embargo, una clase de causalidades trajo hasta mi puerta a Lara, pidiendo agua como digo, torcida por el lumbago, con los pies acolchados de tanto líquido remetido, y la cara congestionada por un dolor que no decía, pero que yo entendía en sus ojos enrojecidos. Al verla, mi corazón se quedó en un hueco de barro donde no sabía latir y mucho menos dejar de sentir. La noté nerviosa, cansada, débil y le brindé una silla de las de mimbre que huelen a moho, pero que aguantan los embates como yo. Desde su mundo, me miró. Suspiró y me inundó la tienda de un olor que llevaba trenzado en su boca, a fruta, sí, pero no la fruta que conozco mejor que a mí mismo, sino a otra distinta, muy distinta, a una fruta fresca, medio dulzona, medio ácida. Mitad naranja, mitad limón, con unos toques de ciruela madura. Ese aroma me pobló el alma. Lo llenó como nunca lo había llenado nada ni nadie. Se hizo grande en el espacio y despertó algo que yo ya tenía olvidado.
No creo que Lara pensara lo mismo, ni mucho menos. Me habló de cosas que yo no comprendía; de un hombre nudoso, de piel de cuero, con el cuerpo de una bestia y los humos de un toro bravo. Me dijo que echaba de menos a su madre. Que por este hombre hacía cinco años que no la veía y que ella no sabía hacer otra cosa que llorar. Yo me imagino ahora a mí mismo balbuceando, tartamudeando sonidos, soltando alguna que otra saliva al aire, y consolando a alguien que se había extraviado en el océano aquel de la vida. ¿Qué podía yo saber de eso? ¿Qué podía hacer yo? Se levantó como pudo y me pidió una naranja.
-Tengo agosto en la boca, Herme- dijo.
Me dejó paralizado. Me llamó como lo hacía su madre, como su madre llamaba a mi padre, y a mí también.
-Me acordé de ti apenas hace tres minutos; mi cabeza, Herme, no fluye.
Poco después la vi alejarse con las piernas muy abiertas, soplándole el viento en el pelo de canela, dibujando su contorno una historia gris, de dolor y rabia, que desconocía, pero que me puso triste, como un perro abandonado en la calle, en esta calle donde transita mi vida y de donde nunca saldré.
Por Marissa Greco Sanabria.
Me encantan los relatos románticos de vejez. Este también, aunque supure tristeza.
Una entrada triunfal, Marissa.
Gracias, Juan Ramón. Por leerlo, sobre todo, por recibirme con tus palabras.
Un abrazo.
Eres única Marisa, espero poder leer más de ti. Sigue así…un besote.
Alejandro, gracias. Un asalto en mi corazón cuando supe que eras tú. Un abrazo.