Nunca olvidaré el día que conocí a William. Yo solía levantarme tarde por aquel entonces los fines de semana, cerca de la hora de almorzar, y antes de cocinarme algo, bajaba al parque que había en la plaza a fumarme el primer pitillo del día. Me gustaba ese momento, y lo veía necesario, ya que en la mayoría de las ocasiones era la única parte del día en la que me permitía sentirme un ciudadano más. Me apoyaba en el primer árbol que me parecía más o menos cómodo, y me disponía a observar a la gente que paseaba por el parque, a quien iba solo o acompañado, con o sin perro, cargando con o sin el peso de sus preocupaciones. Uno de los episodios que más llamaba mi atención era la salida de misa de la parroquia. El parque estaba flanqueado por grandes olmos, los cuales parecían gigantes que defendían del viento la fortaleza espiritual de la que desprendían de vez en cuando numerosos feligreses. A veces pensaba en las parroquias como en grandes fieras que nos acechan, a las que el tiempo y la oscura suerte han permitido tragar personas a las que arrancar sus ideas de cuajo para rellenar esos huecos de miedo. Y aquí es donde entran en juego los árboles que, colocados estratégicamente alrededor de dicha madriguera monstruosa, se baten en duelo con el viento, ese que conoce los secretos del mundo y que, siendo mensajero de un dios desconocido, puede pasar de largo ante la miseria de los hombres, o entrar por las puertas y ventanas del infierno para así llevarse hasta el último signo de podredumbre infecta creada por los vicios de las criaturas de ese dios, o de otro, qué más da. Ese día, de nuevo asistí a la indiferencia del viento mesiánico y, cuando me disponía a regresar al piso con mis padres, vi algo a la salida de la parroquia. Tras la masa de feligreses que como sangre se desparramaba por las escaleras del templo formando lo que se asemejaba a pequeños coágulos, había un muchacho de mi edad discutiendo con el párroco, increpando a Dios y peleando con las pequeñas estatuas, jarrones floridos y demás detalles del mobiliario eclesial. Creo que llegó a bajarse los pantalones para mostrarle el sexo a su interlocutor, pero no estoy seguro y nunca recordé preguntárselo, ya que descubrí con el tiempo que esa era una de las prácticas preferidas de William para agilizar el ritmo de cualquier discusión demasiado tensa.
No era la primera vez que veía a ese muchacho. Sabía su nombre, dónde vivía y había asistido a varias manifestaciones de sus modales. Al parecer, este compañero de clase tenía una gran facilidad para sacar de quicio a cualquiera que se cruzara en su camino, sin distinción de sexo, edad o estatus social. Era la primera vez que tenía la oportunidad de presentarme oficialmente, y no la desaproveché. Así fue como conocí a mi mejor amigo, con el que compartí no solo momentos buenos, sino también una maldición. Porque el rock no es más que un veneno dulce, sin el que no puedes vivir, y ni siquiera morir, aunque lo desees profundamente.
Los años al lado de William suponen para mí una incógnita, incluso hoy, que aparentemente tengo todo lo que una persona normal puede desear. Aunque nos conocíamos desde tiempo atrás, nuestra amistad duró casi diez años, hasta que comprendí que hay personas a las que, si amas, debes dejarlas libres, porque su destino es la destrucción. William sentía un hambre insaciable de destrucción, y esta nos perseguía allá donde fuéramos, como un perro fiel detrás de su amo. Así fue como nuestros conciertos, aparte de atraer multitud de fans que anhelaban disfrutar de nuestra música y que cantaban nuestros temas como si fueran himnos, también atraían a prensa sedienta de recoger los altercados, robos, destrozos, heridos y muertes que, sin duda, dejábamos atrás.
Propuse un nombre para el grupo que destacara esa dualidad que me transmitía William. Yo, y dudo que alguien más, conocía una parte de él sensible, ajena a cualquiera de sus luchas contra su propia existencia. Existía un William manso, confiado, amante de los animales y con cierta debilidad por las flores, la música clásica y todo lo que encuentra su base en la belleza. Ese amigo que era capaz de convencerte de que el mundo aún era habitable con las notas de Sweet Child O´Mine o November Rain. Pero ese William fue encerrado con llave el día que decidió ser la sombra de un padre inmundo, de manos fuertes y manchadas de odio y desprecio hacia sí mismo. Ese día, William pasó a llamarse Axl Rose, pues había asumido ser el reflejo de su padre. Era su forma de gritar que no sería nada más que hijo del rock, y que solo abriría la boca para continuar su particular duelo, en una reivindicación eterna de su derecho a expulsar sus demonios.
Nunca me importó elevar al rojo cielo nuestra rabia, escupiendo sobre guerras civiles, ciudades paraíso, o rescatando a una musa entre un millón de seres marginales. No existía amnistía para Axl, ni errores que enmendar, reflexión ni redención. Éramos libres, precisamente, porque ya estábamos muertos. Cualquiera que se acercara a nuestra jungla, lo sabía.
Aún hoy día, hay veces que bajo al sótano, cojo la guitarra y dedico un rato a mi amigo, al que a la vez que era mortal cual arma, era vulnerable como una flor. Mis manos recuerdan cada acorde, cada silencio y cada súplica de esa canción de la que hicimos una versión alternativa. “No llores… cuando necesites a alguien, mi corazón no te negará”.
Ya no sé cómo es ni qué cosas le gustan, pero estoy seguro de que sigue cantándose a sí mismo esta balada en algún rincón solitario y en calma. Quizás ya haya encontrado su hogar, donde el pasto es verde y las chicas hermosas.
Por Mawi Justo.