Virginia y Clarissa, casi sin darse cuenta, se habían sentado la una frente a la otra en aquella preciosa estancia. Las sillas, aunque era bien sabido por todos los asistentes a aquellas fiestas de la Señora Dalloway lo incómodas que podían resultar tras un rato sentado sobre ellas, seguían en la casa. La razón era puramente estratégica ya que tenían la altura perfecta para disfrutar de las vistas del jardín lleno de rosas y de los retratos de la familia Dalloway que se encontraban en la pared junto a la salida por igual. La fiesta estaba resultando un éxito. Nadie hubiera apostado lo contrario, por mucho que fantasmas del pasado de Clarissa se encontraran disfrutando del mismo ambiente que el Primer Ministro. En una fiesta, se había escuchado decir a la Señora Dalloway en más de una ocasión, es fundamental la luz. Por esta razón ella había escogido ese vestido que parecía llevar luz propia, aportando casi todo el brillo a una reunión estándar de la alta sociedad londinense. Ella y la juventud de Elisabeth, para mayor vanagloria de su propio padre.
Sin embargo, una mirada apagada caía sobre la mujer que había hecho posible aquella reunión de desconocidos que fingirían ser amigos hasta una hora prudencial. Escondida tras un rostro similar a la descripción vacía de Clarissa, la Señora Woolf no disfrutaba en absoluto de la velada, de hecho las malas lenguas habrían dicho que una mujer tan infeliz no podría disfrutar en absoluto de nada. El vestido azul un poco más apagado que el de la dueña de la casa era tan hermoso pero con ese matiz triste que inundaba su propia mirada. Era habitual que compartiesen miradas entre ambas, con la sutileza de quien ha nacido en Inglaterra, e incluso alguna que otra conversación velada por el filtro de la alta sociedad. Ambas eran un espejismo de la misma figura. Incluso su pose, tan aparentemente delicada como completamente impostada, parecía un reflejo en alguna baraja del tarot.
Lo que diferenciaba a aquellas dos mujeres no era ni mucho menos la felicidad de una y la desgracia (posterior, ya que en aquel momento ninguno conocía de los problemas que puede sufrir una mujer) sino las pequeñas decisiones voluntarias unas e involuntarias otras que habían convertido aquellas vidas en paralelas. Vanessa tenía una edad en su cabeza muy similar a la de aquella Elisabeth Dalloway que llenaba la reunión con una exultante juventud. Si Virginia se hubiera parado a escribir un libro (qué cosas, como si las mujeres tuvieran tiempo de hacer ese esfuerzo pudiendo organizar fiestas o tener hijos) puede que hubiera decidido retratar lo peor de una sociedad vacía como aquella, en la que las fiestas son la sal de la vida para una mujer como Clarissa Dalloway.
Sin embargo, a plena luz de aquella fiesta, entre copas de champán y una comida lo suficientemente frugal como para que los invitados no se vieran obligados a sentarse a descansar, aquellas dos mujeres podrían haber sido hermanas. Y, en cambio, qué opinión tan diferente tenían de la vida. Nadie habría apostado por esa idea, viéndolas conversar con total indiferencia sobre la vida de personas comunes entre ambas. La edad hace mucho por los miedos de las personas, le había dicho su padre en una ocasión.
En efecto, si Virginia se hubiera parado a escribir una historia sobre lo que podía haber sido su vida, tal vez (movida a hombros como si se tratase de un joven recién graduado en Oxford cruzando sobre sus compañeros todo Pickadilly por la curiosidad del saber) Virginia Woolf podría haberse visto convertida en una Clarissa Dalloway con la rapidez con la que se juzga a quien decide tomar las riendas de su vida.
Entonces les vio, observó a una pareja que se encontraba en el jardín hablando, sentados a una distancia tan escasa que era improbable que se tratase de una pareja. La mujer señalaba unas flores que crecían cerca de ambos. No conocía su nombre, pero estaba segura de que, de igual modo que aquella Señora Dalloway era el doble de ella en una vida tan cercana que apenas si podían rozarse con las yemas de los dedos y tan lejana que nadie lo hubiera sospechado, aquella mujer era su Vita. Aunque la amase de una manera más carnal que fraternal, no dejaba de ser la felicidad de quien no convive con la persona y la mantiene aún sin las suciedades diarias de la vida en pareja. Y el hombre sentado a su lado podría ser una versión vulgar de su querido y amado Leonard. El Señor Woolf la había hecho feliz, ahora que cada vez le costaba más serlo, reconocía los retazos de la felicidad de un matrimonio pleno.
Y, aunque todas estas cosas la hicieran plantearse dónde estaba teniendo lugar una fiesta que parecía más creada en su mente que en ningún otro lugar, decidió que era hora de irse. A la Señora Woolf siempre le había parecido que marcharse el primero de una fiesta era un gran acto de elegancia. Leonard Woolf la siguió hacia la puerta, mientras observaba el hermoso cuerpo delgado de su mujer a quien dentro de pocos años echaría de menos a cada minuto de su existencia cuando ella le despojase del amor suicidándose, precisamente, por amor.
Nadie habría sospechado que, lo que verdaderamente diferenciaba a aquellas dos mujeres que rara vez compartían palabra por la animadversión que sentían la una hacia la otra no era que la Señora Dalloway hubiera tomado la decisión de dejarse llevar por lo que el mundo espera de ella (aunque con los pequeños matices y rebeldías de quien va a por sus propias flores) mientras que la Señora Woolf siguió fiel a su instinto y decidió casarse con el hombre (ese «judío sin dinero») de quien estaba tan enamorada. Lo que diferenciaba a aquellas dos mujeres era la cantidad de tiempo que dedicarían aquel día a pensar en el suicidio de Septimus, un hombre del que apenas sabían nada pero que, en al menos una de ellas, cambiaría su vida para siempre.
Por Adriana Tejada.