– ¡No mires mis apuntes!- me decía Jorge Saura (que por entonces, con aquel tamaño mínimo, la mitad que todos los demás de la clase, era el Mosquito) tapando la libreta con sus dos manos, y gritando en medio de la clase, con los ojos inyectados en algo que era una mezcla de ira y miedo.
No era muy popular, precisamente, el Mosquito. Raro era el día en el que, aprovechándonos de su tamaño, no le pegáramos un par de empujones y nos riéramos de él en el recreo. Pero claro, éramos unos críos, unos renacuajos que no sabíamos lo que estábamos haciendo. Como todos los niños pequeños de todo el mundo, nos aprovechábamos del débil. Para marcar nuestro territorio, para demostrar de lo que éramos capaces, que éramos fuertes, valientes, que peleábamos, que éramos líderes. Aunque fuese con un pequeñajo al que casi doblábamos en tamaño. Y Jorge, el Mosquito, nos la devolvía riéndose de nosotros en clase, sacando notas a las que ninguno de nosotros podíamos imaginar acercarnos.
Por eso, cuando se daba cuenta de que alguno de nosotros le echaba el ojo a sus apuntes, en medio de un examen o en mitad de la clase, explotaba. No quería que le quitáramos aquello en lo que destacaba. En lo que sí era el mejor. El líder indiscutible. Aquello, inevitablemente, acababa con más peleas y más empujones en el recreo. Pero Jorge era inamovible en sus convicciones y no iba a permitir que ningún imbécil que no sabía ni escribir su nombre sin cometer ni un solo error le copiara sus notas.
Las niñas lo defendían. En parte, claro. Les daba lástima, «tan pequeñito», decían, «tan mono». Pero después, a la hora de la verdad, se juntaban con nosotros, y solo decían «pobrecito», entre risitas a escondidas, tapándose la boca, cuando veían que le pegábamos.
Normalmente no nos juntábamos con él fuera de clase. Porque era un chico muy raro, le gustaba estar aislado, hablaba solo y esas cosas. Pero la cosa cambiaba los días de la feria, en los primeros días cálidos del año, después de un invierno que solía ser duro. Era un pueblo pequeño y no había muchos niños de nuestra edad, y claro, al final acabábamos todos juntos en lo de los coches de choque y el quiosco que vendía gofres.
Aquel año a algunas niñas ya habían empezado a crecerle las tetas, y puede que ese fuera el motivo por el que les prestábamos más atención a ellas que a los dulces, la música a toda tralla, las luces y los coches que golpeaban unos contra otros. Durante aquellos días en los que no teníamos clase, todas aquellas distracciones hacían que no le prestásemos atención tampoco a las peleas. Y el Mosquito estaba más tranquilo.
La tercera tarde de la feria fue la que se nos quedó grabada a todos en la memoria. Una madre empezó a gritar como loca que no encontraba a su hijo. Se había despistado un momento mirando al mayor y, cuando quiso darse cuenta, el pequeño, que tendría unos cuatro años, no aparecía. La música se paró, la fiesta se detuvo y todo el mundo comenzó a buscarlo, aunque algunos no sabían siquiera cómo era.
No dimos con él hasta la mañana siguiente. Su cuerpo apareció con la cabeza machacada en un pozo al otro lado del pueblo. Nadie sabía cómo había llegado allí, ni cómo fue posible que nadie viese nada. Aquel día todo el mundo estaba en la fiesta. Pero, al parecer, todos estaban despistados. La policía llegó al poco tiempo. La policía nunca venía al pueblo a no ser que fuese algo gordo. Así que aquello tenía que serlo.
Cuando volvimos a la escuela, los profesores nos hicieron reunir a todos en el gimnasio. Nos dieron una charla, nos explicaron que había un grupo de psicólogos y que si teníamos algo que contar, o si necesitábamos ayuda de cualquier tipo no dudáramos en acudir a ellos. Después guardamos un minuto de silencio, que ninguno de nosotros, en aquel momento, entendimos muy bien. Los compañeros de clase del pequeño niño muerto querían volver a su aula, al sitio que conocían y en el que se sentían protegidos. Aquella visita al gimnasio los hacía sentir incómodos y, aunque sus profesoras no paraban de indicarles que se estuvieran quietos y callados, los pequeños estaban deseando salir de allí. Los más mayores estábamos más serios, y el Mosquito parecía enfadado con el mundo.
Durante un tiempo en el colegio todo estuvo tranquilo. Nadie corría como loco en el patio, nadie se reía estridentemente, nadie pegaba a nadie. Aunque los profesores se empeñaban con todos sus esfuerzos en intentar que la vida siguiese su curso, en hacer como si nada hubiese pasado, en que los niños siguiésemos siendo niños, y corriendo, jugando, riendo, peleando como tales, lo cierto es que durante un tiempo, no teníamos ganas de nada.
Hasta que un día, un par de semanas después, el Mosquito, en mitad de la clase de matemáticas, me pasó un papel. Una hoja de ejercicios que se interrumpía a la mitad para escribir, con su habitual letra clara, «Yo lo maté». Me quedé en shock. No supe ni pude reaccionar. Él me miraba fijamente. Nunca antes lo había visto mirar así a nadie. Dominando la situación, sintiéndose el jefe. Y supe ahí que decía la verdad.
Mis amigos me decían que me veían raro. Y cuando defendí a Jorge la siguiente vez que quisieron pegarle, porque, la verdad, le tenía miedo, empezaron a pegarme a mí y se olvidaron de él. Ocupé su lugar en la escala social de la clase. Pasé a ser el último mono, pero nunca me chivé. Hubo una temporada en que dudé de lo que me había dicho, era un tío listo y a lo mejor estaba jugando conmigo. Un juego cruel y fuera de lugar, pero juego al fin y al cabo. Pero, como si me leyera la mente, cada vez que dudaba, Jorge me pasaba una nota con algún detalle del asesinato, el número de golpes que necesitó para matar al niño, la frase que usó para que el pequeño se fuese con él, el camino que siguió para que no lo viera nadie… rematado todo con un «No lo dudes, yo lo maté».
A cambio de mi silencio, Jorge nunca me pegó, y, en los exámenes, dejó que me copiara de sus respuestas. Saqué las mejores notas de mi vida.
Por Juan Antonio Hidalgo.