Cuando entré por primera vez en el bar La Perla y mis ojos se acomodaron a su oscuridad de molusco, vi cómo los clientes que llenaban el bar habían girado sus cabezas y me miraban fijamente. Lentamente aquellos hombres abrieron un pasillo y dejaron libre un hueco en la barra. Sumidos en un silencio extraño, las miradas de los clientes decían que ese hueco era para mí. ¿Y qué podía hacer yo? Ya no había vuelta a atrás, así que comencé a andar arrastrando mi miedo hasta llegar al mostrador. Detrás estaba el dueño del negocio, un ogro corpulento y serio con cara de molusco. A su espalda, colgados en la pared, una red negruzca, unos remos cruzados y una pizarra con la lista de platos con sus respectivos precios escritos con tiza. Al final de la pizarra pude leer en mayúsculas, con trazo de tiza remarcado: «OSTRAS FRESCAS». En las servilletas de estraza sobre el mostrador leí en tinta roja: «Bar La Perla, especialidad en ostras frescas».
Eché una mirada atrás y vi que el pasillo de los clientes se había cerrado en torno a mí. Sentía sus miradas en mi nuca como el cañón de un revólver. En ese momento el dueño del negocio, el ogro, partió el silencio del bar en dos con su voz atronadora y dijo: «¿Qué desea?». Volví la cara hacia delante y choqué contra la mirada amenazante del ogro del Bar La Perla proyectándose desde su cara de molusco. El corazón me latía en las sienes, algo oprimía mi pecho y tenía la boca completamente seca y pastosa. Me empecé a sentir mareado. Intenté contestarle, abrí la boca varias veces como un pez fuera del agua hasta que de forma automática, sin haberlo pensado siquiera, de mi boca salió «una cocacola». El ogro entonces cogió con su manaza de ogro un botellín de refresco, puso el gollete contra el mostrador y de un violento manotazo abrió la botella. La chapa dejó una cicatriz sobre el mostrador de madera que acompañó a otras muchas. Después el ogro volvió su cara hacia su izquierda y dijo «¡Niña! Ponle una ostra a este caballero», remarcando lo de caballero.
Por fin la vi, el resto de clientes la llamaban La Perla, una verdadera joya, puro nácar, mucho mejor de lo que me habían contado. ¿Cómo podía existir algo tan bello? Por un momento se me olvidó todo lo anterior: la oscuridad del bar, su pesado silencio, la mirada fija de los otros clientes, el pasillo, el ogro, el manotazo, las muescas del mostrador. Mirándome con una sonrisa en los ojos y con la gracia de una diosa, La Perla dejó sobre el mostrador un platillo con una ostra. Contemplé embelesado su espectacular figura de mujer mientras regresaba a su sitio como mecida por la marea. Entonces el ogro, mirándome a los ojos, dijo con su vozarrón: «Es mi hija» y empujó con su manaza el platillo con la ostra hacia mí. Y como con rabia dijo: «¡Coma!, es la especialidad de la casa». Bajo la mirada del ogro sentí vergüenza por haber mirado de aquella manera a La Perla, su hija. Bajé la cabeza y miré a la ostra, al ogro, a La Perla, a la ostra, al ogro, a La Perla. Así varias veces, primero lentamente y después más rápido hasta que el ogro empujó otra vez con su manaza el platillo hacia mí. ¿Acaso tenía otra opción? Cogí la ostra, me la metí en la boca y mastiqué. En ese momento de aquella textura gomosa estalló un sabor nauseabundo a bicho muerto que inundó mi boca, subiendo incluso por el interior de mi nariz. Sorprendido miré al ogro, que se había inclinado hacia mí sobre el mostrador y me miraba aún más serio y amenazador. Con su mirada, mi boca se convirtió en un dique y pude contener las olas de una, dos y hasta tres arcadas. Miré entonces a La Perla y su sonrisa me pareció una súplica. Con los ojos cerrados y conteniendo la respiración conseguí tragarme aquella porquería para, a continuación, beberme de un solo trago la cocacola.
Ha pasado mucho tiempo desde aquel primer día y ahora soy un cliente más en el Bar La Perla. Cuando abro la puerta el resto de clientes no vuelven ya la cabeza, ni me abren un pasillo hasta el mostrador ni el ogro me ofrece una ostra. Y ya sé lo de la paliza del ogro al cliente que intentó propasarse con La Perla hace ya años y que jamás volvió a andar. Así que me mantengo en silencio en el bar, como todos, rehuyendo las miradas del ogro, contemplando disimuladamente a La Perla y buscando la sonrisa de sus ojos. Ahora, cuando entra un cliente nuevo, giro mi cabeza hacia él, lo miro fijamente, me aparto para abrirle un pasillo hasta el mostrador y clavo mi mirada en su nuca y lo observo en silencio comerse la ostra. Solo los clientes nuevos comen ostra. Y a veces, me asomo a la ventana del bar y entonces lo veo allí, tomando el sol en la placita sentado en su silla de ruedas con una manta sobre las piernas, mirando hacia el bar, buscando también los ojos de La Perla, siendo la raya más profunda del mostrador de madera.
Por Simón Rafael.