“Conectamos en directo con el barrio de Vallecas, en Madrid. Laura Ramos está a la puerta del Bar San Cristóbal. Cuéntanos, Laura, cómo han sido las operaciones de…”.
Sale de la casa llorando. Mal augurio. Nota que el pantalón le está flojo en la cintura, justo por debajo de la enorme barriga. El cinturón, raído sobre todo en el agujero donde día tras día se ha colocado la hebilla, no da más de sí. Nota los calcetines sucios, visualiza en su cabeza esa sensación oscura ahí abajo, ve sus pies sudando, asfixiados, ve la roña entre los dedos le llega, por un segundo, el olor, tan íntimo, de sus pies, ese olor malsano y turbio que a veces se hace con todo el aire de su piso de 40metros cuadrados. Le ha dejado la comida preparada a la madre en el frigorífico y el pastillero clasificado con la medicación suficiente como para que tire unos días si él se retrasa. Lleva guardada la pistola en el bolsillo derecho del pantalón. Estuvo ensayando durante varias tardes, sin saber nada de Travis Bickle, delante del espejo, y al final llegó a la conclusión de que llevarla en el bolsillo derecho de la chaqueta sería la mejor opción, la más cómoda cuando llegara el momento de sacarla. Se la había comprado en la armería de Espoz y Mina. Había estado mirando por el centro un regalo para su Lucía y las zapas rosas con cordones de colores hacían en la bolsa, de vuelta en la línea 1, una extraña pareja con la pistola. Justo al salir del portal se cruza con Ramón, el de la carnicería, vestido de domingo sin ser domingo; va casi a la carrera y sólo se pueden decir un seco saludo gutural. Por un segundo, se pregunta qué hará Ramón vestido así en un día entre semana, si irá a un entierro o a una reunión del sindicato de carniceros o al urólogo. Cuando vuelve de los escasos segundos en los que especula sobre Ramón, el de la carnicería, se tiene que dar cuenta de nuevo de adónde va, el lío que va a montar y piensa que se está mucho más a gusto pensando sobre Ramón y sus pantalones de pinzas y su camisa blanca almidonada. Tuerce la esquina donde la tienda de fotos de Gisel, pobre Gisel, desde el invento de las cámaras digitales tiene que andar hilvanando números todos los meses. La última vez que habló con ella fue en el mercado. Gisel lo miró de arriba abajo y, sin decirlo, le dejó bien claro que estaba muy desmejorado, cerca de lo que llaman “acabado”. Le preguntó sobre su Lucía y él no pudo más que sonreírle y “uf, está enorme, muy guapa, vive ahora con su madre, por el barrio del Pilar. Va al instituto ya…”. Ahora ve al final de la calle la estación de cercanías. Ha estado algunas tardes, allí sentado, en los bancos de los andenes, con un vértigo enorme, como si el hueco de las vías fuese un pozo profundo donde poder, por qué no, desaparecer para siempre. Ahora que la ve, allí al fondo, se avergüenza un poco de haber pensado todas esas estupideces y cree, tímidamente, que lo que va a hacer esta mañana le va a cambiar la vida. Para bien. Su Lucía verá que tiene cojones, que puede hacer cosas importantes, que es capaz de enfrentarse a la vida y que aquello que le gritó su madre delante de ella, “¡Eres un inútil! ¡Babieca!”, era una sarta de mentiras y exageraciones. Ya en la misma calle donde está su objetivo se cruza con Rafa. Qué delantero centro. En el equipo del barrio, Los Cachorros F.C., era el líder. Una vez, jugando contra unos de Móstoles, Rafa lo defendió pegándose con todos aquellos brutos porque uno de ellos le había pisado la mano. Él era el portero y tampoco lo hacía mal. “Adiós, Rafa”. Rafa lo mira y no lo reconoce desde sus ojeras, su ictericia y su abrigo dos tallas más grande. Estuvo en los cadetes del Rayo dos años y míralo ahora, pobre Rafa. ¿Es que no queda nadie decente en el barrio? Ya está cerca. Ha pasado varias veces por ahí. El dueño del sitio, un gordo con ese desagradable intento de peinado que se hacen los calvos cruzando cuatro pelos de un lado a otro de la cabeza, va siempre bien perfumado y elegante, con un delantal blanco impoluto. Tiene un Audi A8 y dicen que vive por Arturo Soria y que siempre tiene mucho dinero, sin miedo, sin miramientos, en el mismo establecimiento. Fue Paco, el del Pozo del tío Raimundo, el pobre compañero de taberna, moscatel por las mañanas, pitarra con gaseosa en el almuerzo, ginebra por las tardes, quien le habló de que “el bar de ese gordo es un buen golpe”. Lo dijo así, tal cual, natural, mirando al cielo, como si de repente el pasivo e indolente hombre que era Paco se hubiera convertido en un personaje de una película de apuestos ladrones. Todavía le da tiempo de pensar en Paco. Un día va a reventar el pobre. Siempre con el jaleo ese de que le deben un dinero y de que el tribunal de no sé qué y que si la baja permanente desde lo que le pasó trabajando en la ciudad Pegaso…
Pero ahora va a hacer algo bueno. Está en la puerta, por fin. Nota el temblor en las manos cuando empuja la puerta. No tiembles, no tiembles… Suena una campanilla y todos los que están dentro del bar lo miran. Está tranquilo. No tiembles, ¡no tiembles!. Se le mezclan todas las películas de atracos de Antena 3 en la cabezay sólo sabe gritar:
-¡Esto es un atraco! ¡Quieto todo el mundo, hostias!
“…finalmente, el atracador ha sido reducido y ya está siendo trasladado a comisaría. Los agentes han comprobado que las balas eran de fogueo. El ladrón, en su desconcierto, tras varias horas de atrincheramiento en el bar, llegó a preguntarcuánto se debía por el café que había tomado. Afortunadamente, no ha habido heridos… Laura Ramos, informativos Telecinco…”.
Por Álex Prada.
Maravilloso… Me ha hecho revivir la ternura que me provocó la primera vez que oí la noticia!!
Buen trabajo de reconstrucción de los sentimientos y pensamientos de una persona desesperada, logras que el lector se meta en su situación y le produzca ternura y rabia el desenlace. Quizás, habiendo optado por un sólo párrafo, habría tirado por el monólogo interior; pero es simplemente por decirte algo.
Felicidades.
Gracias Pablo por tus comentarios. Es cierto que la intención de exponer lo que estaba pasando dentro de esa persona, justo antes de cometer tamaña chapuza, hubiera sido más expresiva como monólogo interior. Pienso ahora en el mayor monumento al monólogo interior que he leído en mi vida, OTRA VEZ EL MAR de Reinaldo Arenas y me entran escalofríos solo de pensar lo que puede uno llegar a inventar dentro de la mente de otro (que además no existe…). Gracias de veras por el punto de vista!!