Las olas de un mar que ruge embravecido rompen contra las rocas de los acantilados de Kihlman. Una inmensa mole de roca de cincuenta kilómetros de largo, en forma de U, como un dedo de tierra pedregosa y gris que se mete en el azul del océano, que acaban en unos afilados picos dos mil quinientos metros más arriba, y que descienden después, en una escarpada diagonal, hasta los trescientos metros para, poco después, volver a ascender, de forma casi igual de abrupta hasta los mismos dos mil quinientos metros en una pared creando una especie de agujero natural en la roca en la que rara vez pega el sol, un hoyo que jamás llegan a cubrir las nubes, que tropiezan con las altas rocas que lo rodean, y al que, por tanto, tampoco llega jamás la lluvia.
Allí, enclavado en la pared, en una larga línea de casas, superpuestas en hasta cinco niveles, se encuentra Wobegon. Es una ciudad de tamaño medio que ha evolucionado a su modo, más gracias a los habitantes que han salido y luego han regresado que a los que han llegado de fuera, y que ha resistido a invasores de todo tipo, que han desistido de atacar una ciudad a la que es prácticamente imposible acceder y que no pinta absolutamente nada a nivel estratégico.
Los habitantes de este lugar se han criado desde hace generaciones oyendo el mar, el ir y venir de las olas, las mareas subiendo y bajando, el agua salada rompiendo contra las montañas; en algunas ocasiones contadas, por algún leve resquicio de la pared de piedra, se ha colado el olor a salitre, el sonido de los graznidos de las gaviotas. Y todo ello les ha hecho soñar. Porque esta gente jamás ha visto el mar. Ninguno de ellos. Lo único que se ve desde todas y cada una de las ventanas es piedra. Cualquiera que se asoma desde su casa se topa con la mole de roca enfrente. Nada más.
El sentimiento de estar perdiéndose algo, algo importante, es creciente entre la población. Y el murmullo de protesta va incrementado su volumen hasta llegar a ser un clamor. Hasta que el Consejo de Sabios, pequeño grupo de la élite que desde hace generaciones dirige los destinos del lugar, decidió en pleno, con el aplauso unánime de los habitante de Wobegon, dedicar todos sus medios al derrumbe de las moles rocosas que estaban frente a sus casas, abriendo así una salida al mar.
Todos arrimaron sus hombros. Desde las cimas, armados con picos, martillos y de cuantas herramientas disponían, comenzaron a eliminar las montañas. Día a día, piedra a piedra, unos golpeaban la roca, haciéndola transportable, mientras otros llevaban los restos hacia la cima opuestas, aquellas sobre las que se asentaban sus casas, para dejarlas caer a sus espaldas. Día a día, piedra a piedra, paseo a paseo.
El aroma a mar cada vez era mayor. Las nubes comenzaban a aparecer sobre sus cabezas, por primera vez. Las palabras que traían los que, desde lo alto de las cimas, eran los privilegiados que habían visto la inmensidad del mar, hacía que las sonrisas se enquistaran en los rostros de aquellos que no lo habían visto y que, si existía alguna duda sobre la decisión que se había tomado, se disipase automáticamente.
Piedra a piedra, las montañas fueron siendo arrancadas de la tierra y desapareciendo del lugar en el que habían permanecido por siglos. Durante el final del invierno y la posterior primavera, un incesante e intenso trabajo hicieron que aquel verano las gentes de Wobegon se bañaran en el mar por primera vez en sus vidas. En cada anochecer todos ellos se reunían para ver cómo el Sol se escondía por el horizonte, detrás del mar. Y todos eran felices. Alguno llegó a proponer la idea de eliminar también las montañas que estaban a sus espaldas y poder disfrutar así de hermosas vistas y terreno despejado a ambos lados. Idea que, de momento, se desestimó.
Los tres meses de la época estival y los últimos coletazos del calor en el principio del otoño propiciaron que en el pueblo se instalara una felicidad que sus habitantes no recordaban haber vivido. La luz del sol que ahora tenían durante muchas horas proporcionaba un brillo en sus miradas, una sonrisa casi permanente. Y entonces, mes y medio antes de lo previsto en el calendario, llegó el invierno.
A las bajas temperaturas de la época estaban acostumbrados en Wobegon. Pero las tormentas que antes solo se oían ahora estallaban sobre sus cabezas. Sin la barrera protectora frente al mar, ahora las nubes entraban hasta topar con las montañas sobre las que se asentaban sus casas y descargaban todo su cargamento acuático sobre ellos. El viento helado, que tantas noches pasadas oían ulular, ahora no chocaba más que con sus casas. El oleaje salvaje que solía reventar contra los que en un tiempo fueron los acantilados de Kihlman, ahora inundaba las casas más bajas del lugar.
Mientras la tempestad se estrellaba contra los cristales de las ventanas, los habitantes de Wobegon miraban hacia el mar, añorando a sus montañas.
Por Juan Antonio Hidalgo.