Durante muchos años viví encima de una frutería que no era una frutería, eso no era ningún secreto en el barrio. Todos convivíamos con el extraño establecimiento guardando más o menos las distancias en función de la reputación de cada cual, que no siempre era justificada, aunque en la mayoría de los casos sí.
Algunas noches acudía la policía al local, pero no siempre con las luces encendidas. Aparcaban a una distancia prudencial, siempre bien estacionados, y tardaban en salir entre media hora y cuarenta y cinco minutos; a veces en número distinto al de agentes que habían entrado, lo cual me desconcertaba bastante.
Normalmente observaba desde mi terraza, donde había dejado unos prismáticos que ni recordaba que aún guardaba en el fondo del cajón de una de mis mesitas de noche, y me tomaba alguna que otra lata de cerveza junto con un bol de altramuces o una tapilla de berberechos para amenizar la espera.
Las viejas del lugar, que eran muchas, compraban la fruta en el supermercado, aunque decían que era mucho más cara a pesar de que juraban por sus maridos difuntos que nunca habían entrado en la frutería. Daba gusto oírlas en la cola comentar las últimas novedades del establecimiento, sobre todo cuando algún señor asiático trajeado entraba y salía con frecuencia de la frutería.
Los asiáticos eran más descarados. Aparcaban sus lujosos coches en doble fila y no se molestaban ni en cerrar la puerta que daba acceso al local que, aunque era de cristales y permitían la visión del género, durante el día el molesto reflejo del sol te obligaba a apartar la vista. Durante la noche, la falta de luz interior confería a los mismos cristales un tinte negro prácticamente impenetrable que me recordaba a una antigua novia mía. Africana.
El primer jueves de cada mes par, una comitiva de payasos hacía acto de presencia en mi calle a eso de las cinco de la tarde. No puede decirse que fuera un desfile oficial, a decir verdad la policía nunca les cortaba el tráfico y, para mantener la formación, tenían que hacer verdaderos esfuerzos a la hora de cruzar los pasos de cebra. Los niños del barrio bajaban a la calle y celebraban su llegada con risas y bailes al son de la música que tocaban siempre los tres últimos con un bombo, una trompeta y unos platillos.
Los payasos entraban respetando el orden del desfile por la puerta principal a la frutería y la música no paraba de sonar hasta, al menos, media hora después. Entonces los niños volvían a sus casas y el barrendero, Nicolás creo que se llamaba, recogía los envoltorios de chucherías y paquetes vacíos de patatas que habían dejado en el suelo.
Algunos sábados por la noche se oían disparos. Las primeras veces llamamos a la policía, que se presentaba rápidamente en el lugar y entraba al establecimiento con las armas desenfundadas y en una formación con la que se cubrían las espaldas unos a otros. Pero siempre salían con caminar errático veinte minutos después y desaparecían sin dar ninguna explicación a los vecinos que observaban desde sus terrazas con las luces encendidas. Muy pronto dejaron de venir a pesar de nuestras llamadas y en el barrio se dio por sentado que veían películas de Charles Bronson a todo volumen.
Un día que invité a unos amigos a casa a probar mi receta de tarta de chocolate y plátano me encontré con el supermercado cerrado por defunción y sin tiempo de ir hasta el mercado. Después de meditarlo sentado en el banco de hierro que había delante del parquecito donde los perros de mi calle son llevados a hacer sus necesidades, enfrente de la frutería, me dirigí con paso firme hacia la puerta de cristales, entré y pedí un kilo de plátanos no demasiado maduros. La dependienta me atendió con una sonrisa y metió en una bolsa blanca un kilo de plátanos no demasiado maduros. Fueron 1,79 euros. Salí de allí bastante decepcionado.
Por Pablo Poó Gallardo.