Contar historias sobre la familia con frecuencia resulta difícil y temerario, por no decir un ejercicio de exorcismo. Empieza Tolstói su Anna Karenina diciendo que “todas las familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera”. Es a esa singularidad a la que el escritor se agarra para expulsar de su cuerpo las culpas, los miedos y las turbulencias, propias y ajenas. Porque, admitámoslo, leer doscientas páginas sobre la lucha diaria del trabajo, niños berreando a las tres de la mañana, cuentas sin fondos a fin de mes, carreras en las medias, pantalones sin planchar y cenas de acelgas y televisor no le interesa a ningún mortal. ¿Qué se nos da a nosotros? ¡Bah! Sólo es la vida.
Sin embargo, proponerse psicoanalizar las obras de los grandes se me antoja una tarea inabarcable y, sinceramente, poco y mal remunerada. Por lo tanto me voy a quedar con los recuerdos íntimos, con esas marcas indelebles que me han dejado algunos personajes más o menos ligados por vía consanguínea, real o imaginaria (al autor o entre ellos). Claro que la memoria, como cualquier facultad humana, es imperfecta, selectiva e incluso traicionera así que, como los juglares, pido disculpas de antemano por los descalabros que ésta pueda causar en mi discurso.
Es curioso que la mayoría de los familiares que se me manifiestan salidos de las páginas de los libros sea un catálogo de la casa de los horrores. Se me vienen a la mente, en primer lugar, los padres del pobre Gregor Samsa, más preocupados por si se les contagiaba el mal de su vástago o si los vecinos se enteraban, que en hacerle más cómoda la existencia al malogrado insecto gigante. No debería juzgarlos; quién puede ser capaz de lidiar en su sano juicio con una rareza tan extrema en su propia casa. Sin duda, me respondo al instante, las mamás grandes de García Márquez. Ellas acogen en su seno a comedoras de tierra y cal, videntes, soldados sin fortuna y niños ilegítimos. Y, por más, sacan adelante a la prole sin importarle tifones, riadas o sequías. No todo van a ser progenitores desalmados y desnaturalizados.
También los hay ingenuos que se empeñan en darles la vuelta a los parientes como un calcetín y sacar diamantes de las piedras brutas. Nunca he sentido más antipatía por un personaje que por la tía abuela de Flora Poste, esa mujer arrugada como una pasa, rancia y demencial (que no demente) que manipula a los demás bajo el yugo de su dedo acusador y los capones detrás de las orejas. Casi no me alegro cuando la Poste la convierte en algo así como una Schiaparelli de la Inglaterra profunda y la manda a recorrer mundo en un biplano. Hablando de tías no me puedo olvidar de Mame, esa sí que me ha dado alegrías como lectora; risas, carcajadas y dolor de tripas me ha provocado de tanto doblarme con sus ocurrencias. No todo va a ser ver el vaso medio vacío.
Los cónyuges no se salvan de mi vagabundeo mental. Los hay de todos los sabores, aunque el que más abunda es el amargor de la hiel. Lo dicho, las parejas perfectas no venden, al menos no sin un conflicto o nudo que nos depare un final de ensueño. En este sentido, a pesar de que repaso una y otra vez mis lecturas, vuelvo al mismo punto en todo caso, los maridos de dos de los nombres propios de la literatura: Karenin y Bovary. No sé qué tienen esos dos que me despiertan cierta compasión y sentimiento de solidaridad. Los imagino aplastados bajo el peso irremediable de sus propios apellidos cedidos legalmente a sus mujeres. Supongo que se le puede atribuir a las dos situaciones cierta justicia poética desde un punto de vista histórico, literario y, además, social. Pero ese es otro cuento.
Este deshilvanado flujo de conciencia se va agotando, lo presiento. Me abandonan la quietud y el silencio de las primeras luces del día y se instala en su lugar el bullicioso devenir de la realidad. Entreveo una última reflexión, así abruptamente, antes de dar carpetazo y es que no se escribirán poemas épicos ni novelones sobre la gente como nosotros. Y me parece un alivio. Si no, ¿con qué nos entretendríamos los editores?
Me despido. La vida en familia me llama.
Cecilia Ojeda
Buena reflexión ;). No damos para novelones -también pienso que afortunadamente-, pero…¿ y para novelitas cortas hipsters?
¡Gracias, Marta! 🙂 Las novelitas cortas hipsters ahora están de moda 😉