El crujir de las muelas contra la dura almendra culminaba en mil añicos de turrón del duro -crac, crac, crac- al tempo de una monotonía de silencioso regurgitar, de eterno regurgitar de turrones ya empaquetados, ya decorados con un bombón de anís. Las manos ancianas de su dueño acariciaban con sumo cuidado las egagrópilas que recorrían su garganta hasta desembocar precipitadamente sobre la mesa de faena –«te podría contar que soy muy pobre hoy, que no olvido el mar, que sueño con morir»-. En el ático de la tiendecilla, al compás de la tarea, la nieve caía a dos aguas resbalando sobre su cabeza, sus hombros, sus ya cansadas manos, helando huesos de santos -o de muertos- ahora demasiado duros para seguir conservándolos. «¿Cuánto tiempo ha pasado ya, Emilia? Acaso me parecen siglos… No sabes cómo ha cambiado todo: la niña, el campo, la tienda. Está el pueblo tan distinto…»
Un rostro de mujer lo observaba desde lo alto de la estancia. Los claro-oscuros de su rostro, en dulce movimiento, espiraban el único aliento de una dulcería abocada al cierre. La que había sido la turronería más exitosa de todo el pueblo se desplomaba a cargo de un anciano que se limitaba a amar una vida reducida en un solo gesto, lienzo de contorneados trazos. Los turrones ya no sabían igual, el casi mágico aroma a flor bacteriana se había tornado en apestoso y ácido jugo vesicular, la esencia de su sabor, esa que durante horas se alojaba en el cielo de la boca, había muerto para siempre. «El turrón nace en nosotros, querido, sale de nosotros, pasa por donde duerme la bondad y la magia del ser humano y cae sobre la mesa casi tan duro como son nuestras fortalezas», oía decir siempre a su esposa mientras se esmeraba por estar a la altura. Sin embargo, todas aquellas palabras resultaban inútiles ahora, el turrón caía sin fuerza alguna sobre la madera, se desparramaba sin remedio y se convertía en agua mucho antes de llegar al suelo. «¿Qué fácil era para ti verdad, Emilia?»
El rostro de su esposa lo observaba con ternura desde la quietud de los retratos expuestos a aquellos que han perdido la ilusión, que ya no creen en la magia. Su hija era uno de esos seres no-creyentes y acababa de entrar en el desván, casi sin quererlo, arramblando con una vorágine de recuerdos que había visto buen descanso en la cabeza del anciano.
-Papá… -dijo abrazándolo mientras él, impasible, regresaba a la ardua tarea que lo ocupaba -.No ha entrado nadie en la tienda hoy, y es Navidad. ¿Por qué no lo dejas ya? Podríamos ir a comer juntos o bajar a la plaza un rato… los niños seguro que tienen ganas de verte…
Su enternecedora voz tintada de terrible compasión no hacía más que irritarlo. Nadie quiere que lo traten como a un viejo, pero hay tanto de maternidad en los hijos cuando los padres se vuelven mayores que el cambio de papeles se hace inevitable, aunque nadie esté dispuesto a asumirlo.
-Queda mucho por hacer, Elena.
-¡Papá, es inútil, no hemos vendido nada!
-¡Márchate, por favor!- suplicó como poseído por la demencia senil que atañe a tantos viejos,con esa mezcla de llanto y risa que sin lugar a dudas escarba su origen en lo primero-. No hace falta que estés aquí, Elena. Márchate a casa.
La joven -si se puede llamar así a quien roza la media vida a pesar de un aspecto saludable- se vio empujada por su padre, y callando la más cruel de las respuestas descendió las escaleras sin permitirle una sola palabra de arrepentimiento.
Desde el ático, el anciano escuchó el tintineo de la campanita de la tienda. Su hija se había marchado. La imaginó entonces como muchas veces la había visto de pequeña, corriendo impedida por la nieve y llorando a pleno pulmón por cualquier niñería. Cuál no fue su sorpresa cuando se asomó a la ventana y vio una figura alejándose lentamente, ardiendo de fuego por dentro quizás, pero con la contención propia de los adultos.
-¿A quién quiero engañar, querida?- dijo en voz alta, lamentándose por su actitud y dirigiéndose de nuevo hacia su esposa- .Nuestra hija ya es mayor y yo… yo solo soy un viejo…
El retrato de la mujer mudó el gesto entristecida y el anciano regresó al crujir de las muelas contra la dura almendra -crac, crac, crac-, añicos de turrón del duro, como si esta fuera la solución a cualquier problema; al crujir de muelas desoladas y casi inertes, muelas que no tenían qué comer, ni sentían ya el gozo de ver el mundo en la risa o en el bostezo, o si se prefiere, en el grito que pide socorro. La mirada inquisitiva del retrato lo alertó de nuevo: «No me mires así, Emilia, ya no hay nada que hacer.»
Junto a la imagen de la esposa, el cristal, ahora empañado por el frío, dejaba entrever el pueblo que lo había visto crecer. La calle blanca que llegaba al mar resultaba fantasmal ante su translúcida mirada. No había nadie, ni siquiera una sola huella que confirmara la existencia de vida alguna en aquella aldea. La niebla, a lo lejos, se confundía con la espuma acaracolada del mar que humedecía los pies de los espíritus que vagaban al caer la noche. ¡Cuántas vidas perdidas en un mar tan bello y tan blanco! Cerca de la orilla, en uno de los cobertizos que bañaba sus cimientos en el agua, una luz irradiaba con fuerza. Era fuego abrasador, grieta de la noche que se extendía cada vez más, como la llama que prende en la hoguera y solo el tiempo extingue. «Ha nacido el niño dios», pensó enseguida el anciano mientras su esposa se giraba a contemplar la escena. «¿Has visto, Emilia? ¿Has visto?», gritó abriendo la ventana para asegurarse de que era cierto lo que veía. «¡Ha nacido el niño dios, allí está la estrella!» Ella, en completo silencio, cerró los ojos con fuerza y pidió un deseo. Anheló con toda su alma que aquella Navidad nadie en el pueblo se quedara sin probar el turrón más rico del mundo, que su ausencia no desbaratara el curso normal de la vida y todos tuvieran el pedazo correspondiente.
El viejo, alentado por el deseo de su esposa, se dirigió hacia la mesa de faena y comenzó a masticar como nunca antes lo había hecho. Desde el estómago a la faringe y, desde la faringe, a todos los órganos cercanos…, un poco de flora, un poco de amor, y listo para salir, duro, duro, duro, fuerte como un roble, pétreo como una almendra. El turrón regurgitado, a pesar de todo el esfuerzo empleado, caía sobre la mesa blandito, blandito, blandito, pero qué importaba ya su consistencia. Sabría sacarle partido. (No todas las Navidades se puede uno meter entre pecho y espalda una tableta entera de turrón del duro. Las consecuencias son nefastas, sin lugar a dudas). Con la dulcísima masa que se precipitaba sobre sus manos comenzó a crear una inmensa figura. Moldeó con ternura cada pieza, cada centímetro de su superficie – como alfarero de un material habituado a sus manos y a su boca-. Y durante toda la noche, sus muelas trabajaron sin descanso hasta crear la más bella de las criaturas. Como un Pigmalión encendido, el anciano se enamoró de su obra. Al fin, cuando despuntaron las líneas púrpuras del día siguiente, la escultura estaba dura como la almendra y la almendra se había hecho mujer. Un beso de amor había sellado sus labios -el beso más rico del mundo- y unas palabras habían abierto sus ojos.
-Este año nos hemos retrasado un poco- decía la gente empujándose por entrar en la tienda- pero aquí nos tiene otra vez… -La escultura los miraba a todos y en cada uno hallaba el milagro de la Navidad.
-…Que hay cosas que no cambian, doña Emilia, que se lo digo yo, que el turrón es de ellas.
Por María Fernández de la Cruz.