Personaje: Madelaine
(La mujer pálida, delgada, vestida de blanco, una sábana blanca le envuelve el cuerpo. Está de pie pero con dos columnas de cajas negras a cada lado, simulando un sarcófago: parece muerta, una luz la ilumina desde abajo. Se despierta de repente. Se asusta al verse encerrada. Araña las paredes de su tumba. Se agita)
—No lo comprendo. Mi Hermano, Roderick Usher, sufre una extraña enfermedad. Tiene una hiperestesia de todos sus sentidos. El tacto de su traje le rompe la piel. La luz le perfora los ojos. Casi no come porque el alimento más insípido le resulta insoportable y el olor le repugna. No puede escuchar música. Es capaz de oír a las ratas correr tras los arcos góticos de nuestra casa. Nuestra casa.
La casa Usher está en una región singularmente lúgubre del país. Parece aún más melancólica en otoño, cuando las nubes bajas y pesadas intentan esconderla. En los pasillos de la casa se respira el dolor. A veces durante la noche, me levanto lentamente y me acerco a ver si ha podido conciliar el sueño. Lentamente. «Madeleine. ¿Eres tú?», dice en cuanto abro la puerta. No le contesto y dice: «Sí, eres tú. Puedo olerte». Nunca logra dormir más de una o dos horas.
No lo comprendo.
Tuve la idea de escribirle a su amigo del colegio. Ese tal Edgar que a veces nombraba, las pocas veces que sonreía. Creí que su presencia iba a hacer que se animara. Su amigo respondió y vino a vernos. Cuando mi hermano nos presentó, noté en su rostro que algo no iba bien. Parecía asustado. Creo que tuvo miedo cuando me vio. Quizás notó que estaba muy desmejorada. Yo también estaba enferma, aunque el médico de la familia no sabía cuál era mi enfermedad.
Mi hermano y su amigo se reunían en el comedor una noche de tormenta cuando sentí que algo me pasaba. Sentí que me desvanecía. Las fuerzas me abandonaron. Caí sobre la alfombra de mi dormitorio. No podía moverme. Respiraba cada vez más despacio. No era capaz ni de pestañear. Era mi enfermedad, una fuerza maligna que parecía proceder de las paredes, de los cimientos de la casa de mi familia.
Me quedé allí tendida, congelándome toda la noche. Sentía el frío de la muerte en mis piernas y mis brazos y mi pecho.
Por la mañana uno de los criados vino a verme y me encontró allí tendida. Su grito fue tal que mi hermano apareció de repente. Vi su rostro ponerse frente a mí. Sentí su olor, su respiración. Me tocó con sus tibias y sensibles manos. Las apartó espantado por la frialdad de mi piel. Dijo que no respiraba. Yo traté de decirle que estaba bien, que sólo estaba fría por la noche que había sufrido allí tendida. Pero no podía hablar. Estaba paralizada. Me acostaron en la cama. Sentía y veía. Escuchaba. Pero no podía hacer nada. También llegó el amigo de mi hermano. Con su mano cerró mis ojos. No pude volver a abrirlos. Sentí que me movían. Escuché a mi hermano sollozar. Su amigo lo consolaba. Me tendieron en mi cama. Sentí que me desnudaban y me volvían a vestir.
Los gritos que intenté dar sólo sonaban en mi cabeza. No podía consolar a mi hermano. Me movieron de lugar, ya no era mi cama. Olía a humedad. Era frío. Muy frío. Finalmente sentí que la caja se cerraba. Podía escuchar los tornillos que fijaban la tapa de mi tumba. Mi hermano lloraba mi pérdida. Algo le había dicho que él moriría primero.
Horas después, luego de intentar gritar, esperar, desesperar y sentir que, poco a poco, perdía la cordura, pude por fin abrir los ojos. Pero no tenía fuerzas. Me vi encerrada y comencé a arañar las paredes de mi ataúd. Cada vez era más consciente pero tenía menos fuerzas. Tenía una sed insoportable. No tenía una gota de energía. Aun así, arañaba y arañaba.
No lo comprendo. Mi hermano tiene esa rara enfermedad que le hace escuchar hasta el susurro más tímido. No podía ser que no escuchara mis quejidos, mis uñas clavándose en la madera. Mi pobre respiración cada vez más agitada. Mis pequeños pedidos de auxilio.
Quizás los escuchara en medio de los sonidos de las ratas. De los ruidos que hacían los criados. Y durante esas ocho terribles noches habrá confundido mis gritos con los otros fantasmas que hay en esta casa maldita.
Con mi última gota de fuerza la tapa de mi tumba se abrió. La sangre corría por mi ropa y mis manos.
(Se cae una de las columnas de cajas negras. Se quita la sábana y deja ver el vestido blanco manchado de sangre. Sale caminando bamboleante)
—Caminé a los tumbos por los pasillos. Afuera la tormenta iluminaba las ventanas. Los truenos hacían rugir las paredes. Logré ir al dormitorio de mi hermano pero no estaba allí. Caminé rumbo a donde dormía Edgar.
El viento hizo estallar una de las ventanas. Los cristales, las cortinas, el viento, todo era una danza macabra. Una débil luz se acercó por el pasillo. Eran mi hermano y su amigo, aterrorizados por verme, por suponerme muerta y enterrada y verme allí, ensangrentada y con las manos rotas. El grito de mi hermano partió la noche. Su débil corazón no resistió el dolor de lo que sucedía y se abalanzó a mí. Me abrazó y al mismo tiempo cayó fulminado por la muerte.
Edgar se acercó aterrado. Lo miré desde el suelo. Vi el desconcierto en su casa y logré susurrarle: «Vete. Vete lejos. La casa se hundirá con nosotros». Escapó a los tumbos. Aterrado.
Otra vez sentía el abrazo de la muerte. Allí. Junto a mi podre hermano. Todo se venía abajo.
(Se caen las otras cajas)
—Una fuerza maligna que parecía proceder de las paredes, de los cimientos de la casa de mi familia, se hundía por fin.
Se desplomaban los pesados muros, y hubo un largo y tumultuoso clamor como la voz de mil torrentes, y luego se cerró, sombrío y silencioso, el profundo y corrompido lago sobre los restos de la Casa Usher.
Por Joaquín Dholdan.
Excelente, Joaquín. El escenario, la introducción de los personajes, el formato. En verdad me gustó mucho! Abrazo grande
Grande, Joaquín.