No me fue difícil burlar la seguridad que custodiaba la puerta principal. El atuendo era a todas luces impecable: elegante chaqué inglés, zapatos abrillantados la misma mañana y un corte de pelo para la ocasión ejecutado con la antelación suficiente para darle tiempo a crecer lo justo para tapar alguna imperfección que se le pudiera haber escapado al peluquero.
Planifiqué la entrada al detalle, más por la emoción de ver cumplido el sueño de colarme en una boda que por la dificultad que entrañaba realmente pues, salvo el amable recepcionista que me indicó, con una sonrisa, la planta donde se celebraba el convite, nadie me impedía el paso. Es más, nadie impedía el paso a nadie. Pero eso no fue óbice para que comenzara a subir las escaleras con la sensación del trabajo bien hecho y un revuelo de mariposas estomacales en plena efervescencia.
En el salón principal ya había concluido la comida. Me pareció demasiado arriesgado presentarme sin invitación y sin silla y, por asegurar el éxito de mi plan de gañote, opté por acudir sólo al baile y las copas, que es cuando el personal está más suelto. Quién sabe, a lo mejor saldría de allí con una promesa de cita o, con mucha suerte, no dormiría solo aquella noche.
Me metí en el papel de manera tan sublime que las conversaciones que mantenía con aquellos desconocidos gozaban de una fluidez que rozaba la familiaridad. Estudié a Stanislavski al detalle: bueno, más bien vi con mucha atención unos cuantos vídeos de Youtube, tomando notas incluso, y conseguí trabajo durante un tiempo como camarero de catering para estudiar, in situ, las reglas básicas del comportamiento social en las bodas. Pronto deduje que todo se reducía a sonreír, beber y mentir; y cierto es que las tres cosas se me dan bastante bien.
Una señora que venía desbocada desde el tercer vagón de una conga me agarró con fuerza por la cintura y comenzó a bailar conmigo mientras la pluma de su tocado me rozaba la nariz y me daba ganas de estornudar. Pronto se formó un corro a nuestro alrededor que jaleaba nuestro baile como si de una danza tribal amazónica se tratase. Aquello me infundió tal grado de confianza en mí mismo que no tarde en subirme al escenario y poner en práctica un par de canciones del repertorio de Raphael que había preparado para la ocasión y que aquella buena gente recibió con entusiasmo y una lluvia de aplausos.
Bajé del escenario algo inquieto pensando si estaba llamando demasiado la atención. Fue entonces cuando decidí acercarme a la barra más alejada de la pista de baile, la menos concurrida, y pedir un gin tonic; no sin antes hacer la broma de invitar a los dos hombres trajeados que tenía al lado. En aquel momento, alguien, desde el escenario, pidió que el novio dijera unas palabras. Todos los presentes se giraron hacia mí y, la verdad, no supe qué decir.
Por Pablo Poó Gallardo.
inquietante…
Pues está basado en hechos reales, cómo te quedas?