Su vida era un remanso de paz hasta que construyeron la autopista. Los pájaros que cada mañana le amenizaban el desayuno dejaron de visitarlo. El continuo tráfico comenzó a provocarle insomnio. Y el amplio ventanal del salón se convirtió en un constante rechinar de cristales al paso de camiones y vehículos de carga.
No volvió a mirar hacia el exterior por miedo a que el asfalto le sugiriera caer desde su noveno piso para abrazarlo. Agotado, sin sueño ni razón, optó entonces por hacerse con toda clase de objetos para atrincherarse frente al ruido y la polución. La construcción de una barricada desde el suelo al techo tal vez lo salvaría.
Sin embargo, al cabo de diez años los bomberos entraron para llevárselo todo. También a él. Pero gracias a su síndrome de Diógenes hoy vuelve a desayunar bajo el trinar de las aves, en un diáfano sanatorio con vistas al mar.
Por Sara Coca.