Son las cuatro de la tarde de un martes lento y en este noviembre de un lugar cualquiera (pero siempre tan lejos de casa; siempre demasiado al norte) la lluvia golpetea en la contraventana con una llamada tímida, cloc, cloc, dedos invisibles contra el cristal empañado de conversaciones femeninas, cloc, cloc, hermosos pupitres de madera barnizada, que las alumnas de doce años van ocupando perezosamente.
Junto al tuyo, nadie. No te quieren aquí y tú lo sabes.
No deberías compartir su espacio. ¿Qué haces aquí si no te quieren?
Desterrada, como alguna de tus heroínas; has aprendido a valorar esta soledad tan de protagonista de novela –te gustan las novelas-, tan certera y limpia como un corte en la mano, tu soledad quirúrgica, con un porqué transparente que no espera respuestas. Aquí nadie te habla. Estás sola. Aquí nadie te quiere. Eres sola. Tú y ese asiento vacío junto al tuyo.
Y ese deseo de que nadie lo ocupe más, de que por-favor-por-favor hoy no venga a la hora de costura tu compañera de pupitre, no, por favor, otra vez, no.
Pero sí que llega. Virginia siempre llega; a ella no le importa colocarse a tu lado y jamás se pone enferma; alta, robusta y fuerte, como sus apellidos, largos, sonoros y antiguos, tan distintos de los tuyos. Te estremeces al verla de nuevo; un escalofrío recorre tu espalda mientras va sacando el material, lentamente, sin mirarte todavía a los ojos, pero con esa expresión en el rostro que hace que la sangre se acelere por tus venas; esa especie de mueca camino de la sonrisa que aún no te explicas, pero que te paraliza, como una serpiente a su presa. Mientras, ella irá colocando la tela y las agujas sobre la mesa, así, bien cerquita de ti, y tú percibirás cómo va ladeando su cabeza poco a poco, poco a poco, ojalá hoy no te mire de frente; por el rabillo del ojo verás su sonrisa inexplicable, sus dedos sujetando al fin la aguja, dedos impecables con las cutículas de las uñas hacia atrás, dedos que son como los otros, y su pelo negro y largo, con la raya en medio como un hachazo o dos medias lunitas, pelo lacio que también es como los otros, pero que luego dejará caer con todo su peso en un silencio que no es como los otros, que no esconde ni muestra odio, rencor o indiferencia. Y sus ojos tan negros, tan negros, tan abiertos. Y luego…
Antes entra doña Adelaida, sus zapatones de monja laica resonando sobre las losas de mármol que dibujan hermosos arabescos en el suelo del aula. El olor de su perfume de lavanda se mezcla con el de las gomas, las ceras y los lápices que hasta hace unos minutos se extendían sobre las tarimas y ahora se esconden en las pequeñas latas con dibujos de hadas y de gnomos.
Clase de costura, cómo la odias; te sientes torpe y tonta frente a los dedos habilidosos y rápidos de tus compañeras, que se mueven deprisa, gusanitos veloces; las pequeñas tejedoras avanzan sus labores de punto de cruz guiadas por la maestra, una adusta Aracne, alta y delgada; pálida como la cera de las velas que enciende en el convento; seca y seria con todas; contigo, no; siempre hubo una sonrisa para ti; una sonrisa que les negaba a las otras; quizás por eso no te quieren. O también por eso.
Doña Adelaida enciende ahora el magnetófono y, cumpliendo con el ritual, TOC TOC, que su mente creó, comienza a poner cintas. Solo dos y siempre las mismas. Las notas romanticonas y dulces de una tuna y las de Jeannette inundan sistemáticamente las horas de clase, puntada arriba, puntada abajo y de fondo, como enlatado o quizás del otro lado de la ventana, donde la lluvia, clavelitos, clavelitos, clavelitos de mi corazón.
No te gusta coser, prefieres los cuentos o aprenderte poemas de memoria o inventar historias mirando al techo. No se las vas a contar a nadie, son para ti misma. Te basta y te sobra con eso. Lo que te molesta es ese dolor en los dedos con las puntadas difíciles, esa tensión en las manos retorcidas, estas horas que no te llenan y que se llevan tus tardes, tus siestas lejanas del Sur, allá, en tu casa, cuando el tiempo se hace lento y dulce y el aire pesa, tan lejos de este frío gris; de esta humedad en los huesos; de esta canción que vuelve a repetirse una y otra vez y se clava en tu cerebro como una tortura. Si algún día, clavelitos, no lograra poderte traer… Como una aguja.
Virginia cose a tu lado, pero a ella no parece disgustarle la melodía. Quizás hasta tararee un poco. Sus movimientos son rápidos, precisos. Como si llevara toda la vida haciéndolos. Como si los disfrutara. Y eso te asusta.
Ahora doña Adelaida cambia de cinta y la voz melosa y lánguida de Jeannette acompaña el repiqueteo de la lluvia menuda y constante, del sirimiri. Las notas de Por qué te vas se deslizan casi en susurros, arrastradas levemente por ese acento extranjero e infantil, y es entonces cuando la maestra mira a través de los cristales hacia el jardín de la escuela, sombrío ya a estas horas, -junto a las manillas de un reloj esperarán; todas las horas que quedaron por vivir esperarán-, suspirando quizás por algún amante inexistente o imaginario. Es también entonces cuando Virginia se gira completamente hacia ti. ¡Por fin!; es casi un alivio: «Lo que has de hacer, hazlo pronto», dice tu madre. Sigues erguida, a pesar del temblor de tus manos frías que ya no pueden sostener la labor; continúas mirando adelante, hacia el magnetófono –y el corazón se pone triste contemplando la ciudad -. Por el rabillo del ojo sabes que vas a encontrar su sonrisa. Junto a la estación lloraré igual que un niño. La expresión demente en su rostro de niña fea; los ojos pequeños y juntos; tan oscuros, tan negros, tan negros…, tan abiertos ahora, antes de empuñar la aguja y clavártela un día más en el brazo, clin, todo se vuelve punzante e intenso, la maestra nunca sabrá, clin, y la aguja vuelve a hundirse, solo un poquito, que duela pero que no sangre, clin, aunque sabe perfectamente que tú nunca dirás nada, nada, clin, que lo que te aterra y paraliza es esa falta de motivo, ese odio profundo e inamovible que provocas en ella, en ellas, clin, tal vez solo por ser como eres, tal vez solo por ser de donde eres…¿por qué te fuiste; por qué te fueron… por qué te vas…? ¿Por qué te vas?
Por Irene Reyes Noguerol.