Todo empezó como un eco. Un eco negro y rugoso. Súbitamente, el escenario era como una jodida televisión con el mute dado. Duró solo unos segundos. Fue en un concierto en Los Ángeles durante la gira americana. Nadie lo notó. Ni yo mismo, quise creer. Cuando me bajé del escenario, en el camerino, me atrapó una sensación extraña. Mi cabeza estaba allí, escuchando atentamente a mis asistentes, que me iban enumerando las cosas por hacer en los próximos días. Pero mi cuerpo no. O no tenía certeza de ello. No era capaz de sentir la toalla blanca al cuello ni la Bud bien fría apoyada en la pierna. Tuve que dar una orden directa a esa mano, que sentía como prestada, para que acariciara mi rostro inexpresivo. La certeza de estar allí me devolvió de nuevo a la actividad.
Normalmente siempre había que atender a algunos fans con entradas VIP. Era parte de nuestro business, royalties, entrevistas de presentación… Una agenda apretadísima digna de un ejecutivo. Seguía en activo no solo por la música, no solo porque no tuviera, ni conociera otro oficio, no solo por la banda. Mi droga era ver desde arriba. Plantarme en medio de aquellos enormes escenarios y observar cómo, levantando una mano, el mundo enfurecía a mis pies. El poder, la adicción más fuerte que puede sentirse.
Los túneles fueron creciendo en intensidad y duración. Se apagaba todo. Solo las luces y los cuerpos endiabladamente agitados me decían dónde estaba. En mi estomago empezó a crecer como un hongo atómico una distancia forrada por muros de metacrilato con la banda y el público. ¿Por qué saltaban? ¿Qué coño gritaban? A partir de ese momento, y después de sesenta años, dejé de vivir y entender el Rock & Roll y mi problema empezó a afectarme dentro y fuera de los túneles.
La Gira avanzó como una apisonadora y fue aplastando, en su letal movimiento, mi profesión.
En el último concierto en New York, y tras hacer el peor Thunder de mi vida, pedí a estos que vinieran a mi camerino. Las palabras salieron de mi boca en forma de crochet y noqueé a todos los miembros de la banda. «Me estoy quedando sordo». Y un silencio letal (que no supe distinguir si era común o propio) pintó la habitación de un gris triste y plomizo.
A partir de ese momento, y antes de marcarnos el cambio de continente, comencé mi peregrinación de médico en médico. Los mejores, todo tipo de pruebas. Cascada de rayos intentado atravesarme la cabeza y averiguar qué se me había aflojado dentro.
Lo malo de tener un diagnóstico no es recibirlo, sino las instrucciones anexas. Tenía que dejarlo. Punto.
El dolor se agudizó profundamente cuando encontramos sustituto, y volvió a calmarse ante las dudas que su nombre generó en la crítica especializada. Quería que se subiera, que lo intentara y que todos me echaran de menos. Este pensamiento me mantenía vivo y explotó por los aires el día del primer concierto, en Portugal. Me dolía la cabeza de mantener la falsa sonrisa. Las palabras en las portadas y en las redes sociales me acribillaron. La banda se había «reencontrado» decía uno. «La energía había vuelto», rezaba otro. No lo soportaba. Mantuvimos una tensa calma. Yo los acompañé durante la gira. No entraba en los estadios, los decibelios eran tóxicos para mí. Me quedaba en el hotel, esperando, expectante. Cuando llegamos a España ya había tocado fondo. Él llevaba una pierna rota (un accidente bien planificado, casual, perfectamente ejecutado y con menor resultado del que yo hubiera deseado).
Sevilla se entregó sin perjuicios, ni preguntas. Y yo… yo deseaba pasear por el centro haciéndome fotos, abrazando a los que me ansiaban y admiraban. Yo quería ser el que aparecía en los memes, sentado en las puertas de las casas, en la puerta de los bares.
No tuve remedio, era una lucha pérdida, o él o yo. Y aposté por mí.
Hacíamos noche en la ciudad para reponer pilas antes de volar a Francia. Me hice con la copia de la llave de su suite tras hacer una petición exigente y caprichosa a las tres de la madrugada a la chica que ocupaba su puesto con cara somnolienta. Como había previsto, abandonó la recepción para buscar solución a mi deseo.
Entré. Desparramado sobre la cama, como una morsa agotada, y con su vieja camiseta en la que rezaba la famosa leyenda Kill your idols, roncaba la renacida estrella del rock. No pude evitar que una sonrisa torcida se asomara a mi boca, cuando observé su indumentaria.
Abrí el armario y tomé la carta de almohadas. Elegí para la ocasión el modelo cotton seda, combinación perfecta para el descanso (eterno, pensé): el algodón y la seda. Extremadamente suave, absorbe la humedad, hipoalergénica, antibacteriana y antiestática. Firmeza media. La tomé entré mis brazos y la puse sobre su rostro. Me dejé caer encima mirando al techo y recordando mis días de gloria. El bourbon consumido no le ayudó. Tampoco las pastillas para dormir que tomaba habitualmente y que desparramé por la mesita de noche.
El escándalo fue morrocotudo. Yo no me volvería a subir a un escenario, él tampoco.
Por Gema MO.
Fluido, rápido, descriptivo, ágil….fiel a tu estilo Gema, estilo que cada vez está más claro y afianzado. Me encanta y me encantas!!!
Bravo una vez más ❤
Hola, espero que el siguiente relato no tarde tanto, nos sigue gustando mucho, felicidades y estamos impacintestino, muchas gracias, genial, saludos
Me gusta, me engancha la forma tan fresca y ágil de las descripciones. Espero el siguiente.
Tu punto rockero en un relato…. Maravilloso. Engancha desde el principio y siempre un final inesperado. Sigue así!!!
Fantástico Gema, como los anteriores que he leído.
Fantástico relato, te vas enganchando a la historia a medida que lees, y Cdo llegan el final, aparece la sorpresa. Siempre me sabe a poco y quedo con ganas de más. Enhorabuena Gema.