Desde el sábado he vuelto a fumar y tiene que ver con una reunión con mi jefa. Sentados cara a cara en su despacho, con la puerta cerrada, la escena dice a gritos: «Esto es serio». Un refrán dice: «Reunión de pastores, oveja muerta». Y no dudo de que soy yo el que tiene que decir: «Beeeee».
¿Recuerdas ese momento en que confiesas a alguien tus sentimientos? ¿Ese momento en que te mira, suspira y dice lo bueno, maravilloso y dulce que eres y lo bien que está contigo? ¿Recuerdas cuando luego, tras ponerte por las nubes, vienen una coma y un pero? ¿Cuando dice todo esto y te dice que como amigo sí, pero nada más? ¿Te resulta familiar? Pues en este momento le digo a mi jefa que vaya a por faena, que nos ahorremos la primera fase y pasemos directamente a lo que hay tras la coma y el pero.
«No sonríes» es lo que me dice. Es por esto por lo que he vuelto a fumar. Porque parece que el gran problema aquí es mi no-sonrisa. Según dice es tan grave como si estuviera enganchado al móvil despatarrado en una silla y sudando de todo: «Deja una mala sensación en el visitante».
Mi jefa no sabe que en los boletines con las notas de cuando iba a la escuela, treinta y pico años atrás, ya hay quien dice que soy serio, tal vez demasiado. Sí, lo de no sonreír me viene de lejos. Toda esta preocupación me recuerda un chiste: «¿Cómo es que tu hijo está siempre tan triste? No lo sé. Y mira que le pegamos para que ría».
Es por esto por lo que necesito nicotina.
En la planta baja, en el pasillo central, veo a una mujer preguntar algo a un compañero, allá a lo lejos. Luego se acerca a otro. Y a otro. A otro más. Yo soy el sexto al que preguntará dónde están los lavabos; no sea que tengamos la consigna de tomar el pelo a los visitantes y hacer que se meen encima. Antes de que las palabras salgan de su boca, le digo que la respuesta a su pregunta es la misma que en las cinco anteriores ocasiones. Pero, eh, que se sienta libre de preguntar a un par o tres de personas más. Que para esto estamos. Para esto y mucho más.
Mi expresión no es tanto una sonrisa como un sutil guiño a Tiburón.
A día de hoy planean sobre nuestras cabezas los adagios de la autoayuda sobre la sonrisa y sus bondades. «La sonrisa es la curva que lo adereza todo». «Incluso la peor sonrisa es bonita». «La sonrisa cuesta menos que la electricidad y da más luz». «El maquillaje que embellece más es una sonrisa sincera». Puede que mi jefa conozca alguno. Hasta puede que quiera hacerme un favor.
De acuerdo con esta rama de la literatura de grandes almacenes, sonreír es lo mejor que puedo hacer en mi vida. O, al menos, es algo que jamás nadie va a reprocharme. A pesar de que mi vida no sea de color de rosa, aunque tenga un día que no pueda ni aguantar. Aunque sonreír sea un acto tan sincero como cascármela viendo porno y decir que he estado follando a lo grande.
Por esto necesito una calada.
En una sala entra una guía con su rebaño, vociferando como si estuviera en un karaoke marcándose un número. Es un misterio el motivo de que lleve un micro, si se limita a gritar sin más. O bien está sorda o bien quiere ganar la guerra de la imposición acústica. Chillando dice que en un cuadro en concreto, Picasso «inventa la perspectiva en la pintura». Sí, unos cuatrocientos años más tarde que los maestros italianos y flamencos ya le pillaran el truco. Y no, no tengo ni idea de cómo consiguió su tarjeta acreditativa como guía. Algunos miembros de su rebaño se remueven inquietos; alguno dice por lo bajo: «Esto es una puta mierda de visita».
Y me miran como si yo pudiera hacer algo más que obsequiarles con esta herramienta de marketing que es mi sonrisa. Ocasiones como esta requieren de un esfuerzo que te cagas.
¿Sabes esas fotos de niños sentados en el regazo de un falso Papá Noel o un Rey Mago? Esas fotos en las que los niños salen con regueros de lágrimas secos en sus mejillas, pero sonriendo a la vez… Esas fotos que hacen los padres mientras chillan a los niños que hagan el puto favor de sonreír o se van a acordar… Y así salen los pequeños: con los mocos cayendo, manchurrones de lágrimas y una sonrisa. Una sonrisa de mierda que deja satisfechos a los padres. Que la consideran estupenda. La mar de mona y graciosa. Y que hace a sus retoños más simpáticos.
¿Sigues pensando ahora que «incluso la peor sonrisa es bonita»? ¿Crees que «adereza» algo?
Ahora piensa en los selfies en las redes sociales. En como todos y cada uno aparecen, por fuerza, pareciendo felices. No importa que estén nadando en la mierda; se trata de sonreír mucho y parecer feliz. Esa sonrisa reconfortante que resulta imprescindible. Aunque parezcan pacientes de psiquiátrico faltos de medicación. A toda esta gente se los conoce como sonreidores sociales. No, no es ninguna broma. Y es que es imposible que alguien esté permanentemente feliz y sonriendo, por mucho en que te empeñes que sí. Puede que tú también seas un sonreidor social.
Y yo necesito humo.
Un visitante sube las escaleras, se planta ante mí y pregunta: «¿Picasso era hombre o mujer?» Por un instante creo que le he entendido mal; que no puede ser que me pregunte esto. Este visitante ha pasado unas veinte horas metido en un avión para llegar a esta ciudad. Puede pagar el viaje, el hotel, la manutención y demás. Y también una entrada que cuesta lo que son para mí dos horas de trabajo. Y pregunta esto. Pero ver como el guardia de seguridad se esconde y se descojona y como un compañero hace lo mismo, me lleva a pensar que no, que he escuchado bien. Que el hombre duda sobre el género de un pintor cuyo museo visita y por el que, supuestamente, tiene interés.
Que no cunda el pánico. Sin pestañear y mostrando mis encías digo: «Sí, la entrada es por aquí».
¿Recuerdas las clases de ciencias naturales? Cuando un chimpancé sonríe no es simpático, ni agradable. Su sonrisa no es cálida. En realidad, un mono no sonríe, sino que enseña los dientes como amenaza. Está avisando, no está siendo encantador. Está diciendo: «No me vayas a tocar los cojones».
Sigue haciendo memoria. Tal vez recuerdes todo esto de las clases de bellas artes o de las clases de anatomía, aunque tal vez no. El mecanismo de una sonrisa implica cantidad de movimiento por parte de unos protagonistas que permanecen tras los bastidores. Al retraer el labio superior, es tu músculo levator labii superioris el que se pone en marcha. Se le conoce también como el músculo de las muecas. Bolsa de las muecas es como se denomina vulgarmente a la arruga que va desde la comisura de la boca a la nariz; técnicamente el pliegue nasolabial. La grasa de tus mejillas, la grasa malar, va cayendo a causa de la edad -y de esa perra llamada gravedad- llegando hasta el pliegue nasolabial y haciendo de tu cara una caricatura.
No te asustes. No finjas que no sabes de qué va esto. Todo esto va de una sonrisa en tu cara.
Sonríe, si es que todavía puedes. Así accionas el músculo zygomaticus major. Con cada uno de sus movimientos la carne de tu cara sube el telón de un escenario. Y así cada puta sonrisa es como una pequeña obra de teatro para tu público. Toda esta mecánica para lucir dientes y parecer feliz. O para amenazar, en función de lo cercano que estés a un mono.
Ahora mismo necesito un cigarro.
En otra sala el supuesto servicio educativo parlotea sobre las Meninas: «Ese cuadro que Velázquez pintó en el reinado de Felipe II, lleno de colorines en Picasso». Tras un año escuchando frases de este estilo, aún tengo dudas: ¿Felipe II ya no es El rey prudente sino El rey longevo? ¿Quién está lleno de colorines: Felipe II, Velázquez, Picasso, el puto cuadro? ¿De quién del museo son familiares los del servicio educativo? Sin dejar que los niños se recuperen dice ante otro cuadro: «El pastel es más… más… más vaporoso». El pastel. Vaporoso. Y la profesora que los acompaña me mira con ese tipo de ojos de animalillo asustado por los faros de un coche en una carretera antes de ser atropellado. Susurra: «Pero qué dice…».
Quizá estos niños olviden todo lo que se les ha contado hoy, pero tendrán pesadillas recordando mis incisivos, caninos, premolares y molares.
Pero ¿sabes qué? Ted Bundy, Charles Manson y Wayne Gacy… Todos estos tipos tenían unas sonrisas estupendas que enseñaban a todo el mundo. Y a todas horas. De acuerdo que luego asesinaban, descuartizaban, torturaban, violaban… Nadie es perfecto, pero sus vecinos juran de cada uno que «era muy simpático y amable. Siempre saludaba y sonreía».
¿Sabes que otro tipo sonríe mucho? Dorian Gray cada vez que contempla su retrato y ve su imagen en el cuadro, perversa y envilecida.
¿A todos estos les agradeces el gesto? ¿Te sientes reconfortado, arropado por su sonrisa?
Cuenta hasta diez antes de responder.
Cuenta mientras yo voy encendiendo un cigarro.
Una visitante intenta hacer por cuarta vez fotos de los cuadros. Sonriendo estupendamente, aunque la voz me sale algo extraña por la tirantez muscular facial, le digo: «Nada de fotos. Gracias». Justo después me giro hacia unos niños que corretean sueltos y les digo: «Hey, parad. Por favor». Puede que sea el calor de mi mirada, o que me hayan visto alguna caries, pero el miedo que se ve en sus caras me recuerda las palabras del asesino en El dragón rojo: «No ha de sentir miedo, señor Louds. Ha de sentir PAVOR». A esto se le llama resultados garantizados. Ciertamente una sonrisa arregla las cosas; la sonrisa, ese lubricante social. Igual que la vaselina en una vigorosa sesión de salvaje sexo anal.
Y un compañero se acerca y dice: «Si añades un tic al ojo lo bordas».
Quizá pueda arreglar el tema. La sonrisa de Glasgow es el nombre de una herida que deja una cicatriz que va desde los labios hasta la oreja; se trata de un ataque bastante popular entre pandillas de hooligans británicos. Nadie describiría como encantadora esta sonrisa. Aunque puede que tú sí. Tras hacer unos tajos alrededor de la comisura de los labios se tiene que hacer que la víctima grite. De dolor se entiende. Una buena dosis de tortura, o una paliza, suelen ser los recursos más habituales. De esta manera se tensan los músculos de la cara y se desgarran los tejidos. Así dejas esta sonrisa. «Radiante» no es, quizá, la palabra adecuada. Pero es una sonrisa, al fin y al cabo. Puede que hasta a mi jefa le convenza. El Joker interpretado por Heath Legder en The Dark Knight luce esta sonrisa. Bueno, luce no es la palabra exacta; es un decir. Pero ya te haces la idea.
En las cartelas al lado de cada cuadro, abajo del todo, se indica la procedencia del mismo. En la mayoría dice: «Donació Pablo Picasso». Y es ya una pregunta recurrente: «¿Quién era Donació Pablo Picasso?»
Y justo ahora un visitante me lo pregunta. Mostrando los dientes como si fuera el radiante modelo del anuncio de un dentista le cuento la historia completa: «Donació Pablo Picasso fue una bailarina exótica que vivió cerca de aquí. Puede que te sorprenda, pero ten en cuenta que son varios los nombres compuestos de mujer en castellano que juntan femenino y masculino, por ejemplo, María Jesús o María José». La chica que está a mi lado se gira y veo como, además de su pelo y sus labios, ahora su cara también está roja. El compañero que está a unos pasos abre los ojos como platos y deja caer los brazos al lado de su cuerpo. Por si te has perdido el truco te lo explico: según Joseph Gebbles a esto se le llama meter una cuña, cuando das una información absurda, pero distraes la atención del oyente argumentando otra parte; un ejemplo es: «Los judíos y los ciclistas tienen la culpa de todo». En este caso he apartado la duda sobre la existencia de esta mujer y su dedicación al striptease y he hecho hincapié en que una mujer puede tener un nombre femenino y masculino a la vez.
Tachán, tachán…
Y sigo: «Donació y Pablo se conocieron y les hizo gracia compartir nombre y apellido. Cada vez que Picasso venía a Barcelona ella le hacía un lap dance y él la obsequiaba con un cuadro. Y ya debes saber lo mujeriego que era el pintor… Por esto ella terminó con una gran colección». ¿Ves la cuña aquí? La chica de mi lado se tapa la boca, para aguantarse la risa tal vez. El otro compañero sigue igual que antes, sólo que ahora también tiene la boca abierta. Se me empieza a dormir la cara, pero no dejo de sonreír. Y digo: «Al final de su vida, Donació quiso dar su colección a la ciudad, y así nació el museo. Todo gracias a unos bailes subidos de tono». El método aquí es el criterio de la bata blanca, usualmente utilizado en falsos documentales y publicidad engañosa. Este truco consiste en hablar con el debido aplomo, colocándose quién da la explicación en la posición privilegiada de yo sé. Yo conozco. Yo te explico. Yo soy el maestro. Sí, Goebbles sabía lo que hacía. Así, con la seriedad y confianza que desprenden mi uniforme, mi acreditación y, cómo no, mi sonrisa, no puedo fallar.
El visitante me da las gracias, sorprendido por lo que ha descubierto hoy. Agradecido incluso. Y le digo que de nada, pero que le he tomado el pelo. Que Donació Pablo Picasso significa que el pintor donó la obra al museo. Se ríe y dice: «Joder, pues me lo he tragado todo».
Y le digo que ha sido todo por mi sonrisa. Que no deje de recordárselo a mi jefa.
Sentado ante mi jefa, en el corral donde soy una oveja demasiado seria, ella dice: «Why so serious?». Y yo cojo un cuchillo, lo pongo en mi boca pegado a mis mejillas y farfullo: «Let´s put a smile on that face». Y zas, zas… Por encima del dolor mi preocupación es saber si esta es la sonrisa exacta que espera. Y, mientras por mi cara resbala sangre a chorros, en los ojos de ella hay lágrimas de felicidad por mi capacidad de resolución y proactividad -tengo que añadir esto a mi currículo-. Con la sangre cayendo por mi pecho, goteando de la barbilla, digo: «¿Me merezco ahora un aumento? ¿Una renovación?». Ahora ya sonrío. Y me siento mucho mejor. ¿Te pareceré simpático? ¿Te daré confianza y seguridad? ¿Te pareceré amable?
Por Roger Mesegué.