Un día me propuse ser Juan José Millás. Planifiqué al detalle la tarea especificando una serie de fases que habría de respetar escrupulosamente para llegar a convertirme en la nueva persona que estaba dispuesto a suplir.
Comencé por leer su biografía para saber, de manera exacta, quién era Juan José Millás, asimilando cada detalle de su vida tan profundamente que, conforme avanzaba en su lectura, cada vez me parecían más familiares y propias sus vivencias.
Habilité, poco tiempo después, una estantería en la que colocar, por orden de publicación, todas sus obras. Aprovechaba la noche para diseccionar minuciosamente su estilo y hacer anotaciones marginales en las que comencé a expresarme como si fuera el propio Millás repasando su obra.
Cuando hube asimilado su técnica, dediqué tardes enteras a redactar pequeños artículos en los que suplía la identidad de Juan José Millás y que después mandaba a amigos y familiares haciéndolos pasar por algunas de las columnas que del escritor se encontraban en las contraportadas de los periódicos de los domingos.
Como quiera que nadie descubría mi impostura, una mañana me dio por ensayar delante del espejo del baño, mientras me afeitaba, el frenillo al hablar imprescindible sin el cual nunca pudiera haber sido Juan José Millás.
Unos meses más tarde, cuando volvía a casa después de la presentación de mi primera novela como Juan José Millás en el Corte Inglés de Callao, leí en un diario digital una columna de un tal Pablo Poó en la que contaba cómo había llegado a ser Pablo Poó. Una sensación de asco me invadió de repente: cómo odiaba a la gente que no se conformaba con ser quien era.
Por Pablo Poó Gallardo.