“Mujeres, llegan los hermanos Teba, acercarse, melones, asandías, durces como er caramelo, mujeres, que los calo, chirimoyas, sin premio, malacatones, papayas…”
-Oiga, quiero papaya.
-Niño, que no vemo traío papaya, joé.
-Abuela, ¿cómo son las papayas?
-Son unos embusteros estos, hijo mío, que dicen lo de las papayas pero nanai de la China.
-Puro marketing, señora mía. Eso es así.
Los hermanos Teba traían una niña con los ojos más vivos que he visto en mi vida. Era de mi edad y, como correspondía a los inescrutables designios de la Naturaleza, me enamoré perdidamente de ella. Si la vida fuera una película, la niña de los Teba, rizos y pálida, asalvajada, como con anemia, me habría dicho un día soleado que también yo le gustaba. Y me regalaría una papaya, fuera lo que fuese una papaya. Pero el pueblo era el pueblo, el de la abuela Conchi, y el pueblo no era una película. De todos modos, la conmoción del amor por aquel entonces era bastante difusa y en cuanto me ponía a dar pelotazos en la plaza de la iglesia, se me olvidaban las papayas, las niñas anémicas y los designios todos de la misma madre Naturaleza.
La frutería del pueblo era aquella Iveco gigante, un inmenso barco con forma de furgoneta con unos amortiguadores a prueba de bombas. Hinojosa de Arriba, Cauces, Rodrigón, Robledilla, “mujeeeereeee, que los calooo, durces como er carameloo”. La Iveco por dentro olía a zanahorias y a apio. Entonces yo no podía poner esos nombres, en realidad me daban igual los nombres, pero luego he ido etiquetando las cosas en otras fruterías inmóviles. Esto más como a hoja verde y estiércol es zanahoria, esto más como a mueble de mimbre es apio… Y así. La Iveco por dentro era una gigantesca habitación blanca de paredes sucias y suelo cubierto de cáscaras de cebolla y hojas de lechuga podridas. El volante, claro, era un inmenso timón con el que aquel señor gordo con barba de cuatro días, ombligo al aire y roña en las uñas, que sería el padre o el padrastro o el tío de la niña de los Teba, tripulaba la Iveco cuesta arriba, cuesta abajo por aquellas carreteras desiertas.
-Abuela, que no se te olviden los higos. ¡Y el paquete de cortadillos!
La abuela Conchi cada vez tenía la memoria más estropeada y yo podía permitir que se le olvidara “la poquita de azafrán” o el “ramito de perejil” pero por nada del mundo iba a tolerar que una tarde del pueblo no estuviera dulcificada por un buen higo, de los blancos, claro, y por un cortadillo de Medina.
Un día la Iveco, aquella arca de Noé que iba conservando y repartiendo parejas de frutas por el mundo, dejó de venir y la Soledad aprovechó el vacío existencial, nunca mejor dicho, para ampliarse el economato y poner un puesto con frutas. Nadie se dignó en contarme por qué la Iveco de los Teba, sobre todo de la niña de los Teba, ya no vino más. De todos modos, en aquellos días, toda melancolía, toda respuesta sin pregunta se solucionaba con un par de pelotazos contra la pared de la iglesia, desprovistos por supuesto de cualquier intención anticlerical o filosófica. El tío Sanz, cuando volvió de El Ferrol, de la mili, vamos, me trajo un balón de reglamento que al principio dolía en el empeine pero que luego se ablandó, el empeine o el balón, quién sabe, y era una delicia escuchar el eco en la plaza de aquel misil de tela cosida contra la tierra que formaba el muro de la iglesia. El Rafalito no cogía ni una de portero. Yo era Hugo Sánchez, claro, daba sus volteretas, o eso creía, cuando metía un gol por la imaginaria escuadra de la portería de “Biurrun-Rafalito” y me daba igual si todas las niñas Teba y todas las Ivecos del mundo se habían perdido por un agujero negro infinito. Quizá a la noche se bajaba algo la guardia y justo antes de quedarme dormido, entre los grillos y el maullido humanoide de algún gato sin nombre, veía los ojos de la niña de los Teba y lo blanco de sus pómulos.
Pero uno se hace mayor. Claro. Milagros de la madre Naturaleza. Y de repente todo aquello que parecía tan natural, como que de un hueso de melocotón saliera al cabo del tiempo un melocotonero, que no dolía, se multiplica y se retuerce ahora absurdamente en forma de nudos en el estómago, hormigueos en los brazos y otros actos involuntarios de la memoria; porque cada vez que oigo, sin mirar siquiera, el borboteo de una Iveco por alguna calle de esta ciudad inmensa y destartalada donde soy ya mayor, o paro en algún chino a comprar media papaya, me pregunto dónde estarán los hermanos Teba, que ni eran hermanos ni nada, “puro marketing”, y sobre todo qué habría sido de mí si la niña de los Teba, como en las películas, me hubiera acompañado un día al cine de Molina a ver una de amor.
-Abuela, ¿por qué uno se pone a llorar tanto cuando abre las cebollas?
Por Álex Prada.