Aquel año de 1821, la Royal Society of London había invertido gran parte de su presupuesto anual en la expedición científica que, a bordo de la goleta Nadie, encabezaría Sir John Ryan a la exuberante Isla Orquídea, un pequeño islote volcánico situado a cuarenta y cuatro millas náuticas al sureste de Taiwán. La pequeña isla es conocida sobre todo por la profusión y variedad de orquídeas salvajes que la pueblan. Isla Orquídea es el hogar también de la tribu yami, que profesa un respeto total a las leyes naturales y se caracteriza por no hacer nunca uso de la fuerza. Los miembros de la expedición no podían imaginar un destino más pacífico y con menos riesgos para desarrollar su misión,
Aunque el barco fletado por la Royal Society of London debía hacer escala en el puerto de Singapur antes de llegar a su destino final, la última carta recibida en Londres de Sir John Ryan hacía pensar que el insigne médico y botánico debía encontrarse ya por entonces en Isla Orquídea. Al menos, eso fue lo que dedujo el ilusionado destinatario de aquella carta, el gran valedor de Sir John Ryan, su majestad el rey Jorge IV, del críptico mensaje: “En la búsqueda de la orquídea más bella del mundo, Dios ha puesto en mi camino y en el de Inglaterra un ejemplar único en su especie, de belleza y majestuosidad sin igual”. La aparición del cadáver decapitado de Sir John Ryan en un vertedero de Singapur demostró al Rey Jorge IV su error.
Paradójicamente, mientras el cuerpo de Sir John Ryan yacía en la lejana Singapur, su cabeza se exhibía en Londres sin que ello causara escándalo alguno. La noche anterior a la partida desde el puerto de Londres de la expedición que debía llevar a Sir John Ryan a Isla Orquídea, la Royal Society descubría en su imponente hall de entrada una escultura en bronce de su cabeza. A dicho homenaje acudió, cómo no, su majestad el rey Jorge IV, de quien Sir John Ryan era su médico personal y al que, según decían algunos en voz baja, recetaba esa mezcla de vino, azafrán, canela y opio a la que llaman láudano. Aquella noche, el recién casado Sir John Ryan, verdadero entusiasta de las orquídeas, no se veía especialmente ilusionado por su inminente viaje. Los asistentes achacaron su comportamiento a la forzosa separación de su joven esposa como consecuencia de la larga expedición. En cambio, su majestad Jorge IV estaba bastante alegre y manifestó durante la gala que albergaba grandes esperanzas en los descubrimientos que en la expedición su médico personal pudiera realizar. Cuando, el 28 de diciembre de 1821, se recibió en Londres la noticia de que el cuerpo de Sir John Ryan había aparecido decapitado en un vertedero de la periferia de Singapur, el propio rey pareció caer en uno de aquellos de ataque de porfiria que ya sufriera su padre. Jorge IV sintió como si la toda la niebla del Támesis empañara de tristeza su corazón y la corte entera temió por la salud del monarca. Mientras, en el hall de entrada de la Royal Society of London, con la paciencia propia de las estatuas de los personajes ilustres, el busto imperturbable de Sir John Ryan parecía exigir para la Historia la cabeza de su verdadero asesino. El rey Jorge IV asignó por su parte una pensión vitalicia a la joven viuda de Ryan.
Dos meses después, llegaron a Londres los resultados de la investigación del atroz crimen. Las pesquisas se cerraron con las vagas y contradictorias explicaciones del Comandante Farqhuar, gobernador de la colonia británica de Singapur en ese momento. Según se dijo oficialmente, fue la Royal Society of London quien, descontenta ante la investigación realizada por Farqhuar, decidió enviar en junio de 1822 a Singapur a Sir Simon Davis, amigo íntimo de Sir John Ryan y antiguo general del ejército de su majestad -al que algunos decían que seguía asesorando en cuestiones algo oscuras- para esclarecer las circunstancias del cruel asesinato. El cadáver de Sir Simon Davis apareció también sin cabeza en otro vertedero de la periferia de Singapur un mes después de su llegada al puerto. En su última carta manifestaba haber conocido también aquel ejemplar de orquídea único en su especie, de belleza y majestuosidad sin igual de la que hablaba Sir John Ryan y, al mismo tiempo, pedía a Dios por el perdón de su alma.
Londres exigía un culpable. Ambos asesinatos habían descabezado dos de las más influyentes y leales figuras de la corte londinense. El rey estaba a punto de enloquecer, había perdido el sueño y, por las noches, se asomaba frenético a las ventanas de palacio y llamaba a Sir John Ryan. Para algunos fue el propio Jorge IV quien obligó al gran conocedor de la zona, y siempre recto, Teniente Gobernador Thomas Stanford Raffles a trasladarse hasta Singapur, a pesar de no ser persona de su predilección. Nada más llegar, el Teniente Gobernador Raffles, con una biblia de pastas muy gastadas siempre en la mano, se escandalizó al descubrir que el Gobernador Farqhuar no solo había tolerado la existencia de locales de juego y el comercio del opio en Singapur sino que incluso había expedido licencias para ello. A finales de 1823, Raffles despidió al Comandante Farqhuar y nombró un nuevo gobernador. Un mes después de su nombramiento, un batallón del ejército de su majestad rodeaba el más selecto burdel y fumadero de opio de toda la ciudad al amanecer. Hacía tiempo que corría el rumor en Singapur de que dicho negocio pertenecía al depuesto Comandante Farqhuar. El burdel, cerrado a cal y canto, parecía abandonado. Quizás sus trabajadores y clientes habían recibido un chivatazo a tiempo. No obstante, un pequeño detalle hizo pensar al gigante sargento pelirrojo al mando del batallón que todavía quedaba alguien dentro del burdel. A través de la ventana de una de las habitaciones del piso superior, llegaba el débil resplandor oscilante de una luz. El sargento, recio como el mástil de una goleta, llamó varias veces a la puerta del burdel exigiendo su apertura inmediata sin recibir respuesta alguna. La última vez que aporreó con su colosal puño la puerta, advirtió que, de no abrirla, el ejército de su majestad el rey Jorge IV la derribaría. Hasta el mismo Dios sabía que aquel hombre iba a cumplir con su advertencia. Mientras, en una habitación del piso superior del burdel, una débil luz oscilante vencía a la niebla del vapor de agua que todo lo calma para asomarse tímidamente a la ventana. Desnuda sobre la cama, se revolvía con angustia, como atrapada por una pesadilla, la mujer más bella del mundo. Un ejemplar único, de belleza y majestuosidad sin igual.
Tras varios empellones violentos del ejército de su majestad, la puerta cayó al suelo herida de muerte y las luces del día violaron las tinieblas del burdel. Una leve ráfaga de viento apagó la débil llama oscilante de la vela sobre la mesilla de noche y disipó los rostros desencajados de terror de Sir John Ryan y Sir Simon Davis que habían acudido a atormentar a la mujer más bella del mundo en su sueño. En ese mismo momento, entre aquellas sábanas de seda china sin memoria, ella despertó sobresaltada, sin saber si era una mujer que había soñado ser una mantis o una mantis que había soñado ser una mujer.
El ejército de su majestad solo encontró un frasco de opio y una pipa humeante sobre la cama aún caliente. El vapor de agua en el que estaba sumida la habitación hizo recordar con nostalgia a aquellos hombres la niebla de Londres.
Por Simón Rafael.
Fantástico, Simón. Tiene aires de Stevenson, de Conrad, de Salgari… de los grandes relatos de aventuras. Una historia estupenda, contada como hay que contarla. Enhorabuena.
Gracias por tu lectura y comentario José Antonio.
Genial! Me ha enganchado totalmente!!!
Algo me dice que tienes madera de escritor… cada vez mejor amigo. Un relato que engancha desde el principio.
Enhorabuena fenómeno.