Tenía siete años cuando mi hermana Aurelia desapareció y casi no me acuerdo de sus pies. Rozaba la mayoría de edad y ya la había traído la policía a casa, por lo menos, cuatro veces. Mi madre lloraba mucho y mi padre le pegaba a las puertas, un día incluso rompió una ventana de un puñetazo.
Aurelia era guapa, del tipo de belleza que está en quien la mira y no tanto en ella misma. El día que cumplió dieciocho años la policía vino a decirnos que no había nada que decir. Yo la admiraba tanto que mi madre casi no me dejaba salir sola por miedo a que yo también me fuera.
Ella se tranquiliza pensando que está muerta y mi padre que viva, cada uno le reserva un lugar en su mente, protagonista de sus peores pesadillas. Con los años, me convertí en los restos que dejó ella, aunque nunca me dejasen usar su identidad. Yo era la hija buena, la responsable. Nunca llegué a casa más tarde de las doce, ni siquiera en Nochevieja. Cuando los padres juegan la baza de la pérdida no se les puede negar nada.
A veces la imagen de una Aurelia siempre joven y preciosa me atraganta la noche, como si estuviera siendo demasiado feliz y no lo mereciera. No se puede competir con quien no existe, pero porque eres tú quien no llega. De hecho, su ausencia llenaba una silla mucho mayor que mi presencia.
Siempre la he imaginado viviendo en Nueva York y paseando de rascacielos en rascacielos subida a unos tacones imposibles que luciría sin dolor, con un café delicioso con nata y un bolso de los que copiamos de las revistas. No importa lo alto que pueda llegar en la vida, lo feliz que sea, lo que quiera a mis padres o lo buena que sea en mi trabajo. Esa imagen imposible me hará sentir inferior. Siempre. Idolatrar a un muerto no puede traer nada bueno: la ausencia los hace imposibles.
Por Adriana Tejada.