De niño viví en otra ciudad, en un barrio deprimido: basura por todas partes y lo peor de cada casa a la vuelta de la esquina. Con las Olimpiadas del 92 cambió poco a poco; hoy es un lugar del todo distinto. Donde antes habían tiendas de barrio, ahora se agolpan escaparates de diseño; los bares que servían carajillos y olían a rancio, hoy ofrecen variedades de latte y tienen cartas de muffins. Los viejos acabados que leían el Marca y el Lib, son ahora jóvenes hípsters que miran sus Apple.
No siento ninguna añoranza cuando vuelvo a pasear por estas calles; no tengo ningún vínculo con este pasado. Viví aquí hasta los catorce años y podían haber sido solo catorce días. O el tiempo que dura un estornudo. Casi no guardo ningún recuerdo. Pero cada vez que paso delante de mi antigua casa, recuerdo que una vez conocí a una heroína.
Se llamaba Linda Vulcan.
Por supuesto, este no era su nombre de verdad.
Yo era un niño, y no muy listo. La recuerdo como una mujer gigante; no es que fuera gorda, es que era muy alta, de espaldas anchas y piernas musculosas con unos gemelos enormes. Sus elegantes vestidos, sus largos y finos tacones y su manera de andar; sus labios y uñas de color rojo sangre; su cabello que cambiaba de color y de estilo cada semana. Todo parecía sacado de otra época, como de una película de cine negro. Y siempre con su perrita Mimi, un caniche blanco, en sus brazos.
Entonces estaba retirada y de vuelta de todo. Había sido una estrella de los escenarios, una brillante estrella que cantaba mientras bailaba sensualmente y se desnudaba. Su padre esperaba despierto cada noche su regreso y la apalizaba; su madre se limitaba a mirarla y a preguntarse qué había hecho mal, en qué había fallado. Su hermano decía a todos que era hijo único. Para cuando la conocí era más bien un meteorito caído; una roca gris y apagada que había perdido su calor y luz.
Viéndola pasar, nadie habría pensado en una estrella fugaz.
Nadie habría pedido un deseo.
«El que quiere nacer, tiene que romper un mundo», leyó Linda una vez. Tenía poco mundo que destruir; solo debía volver a nacer. Y así dio a luz una estrella. Deslumbró en escenarios en París, Londres, Berlín, Roma y Ámsterdam. Allí Linda Vulcan era una masa de hidrógeno que ardía cada noche. Mientras dormía, soñaba que nunca se apagaría. Y seguía con su brillo en las noches de sexo y alcohol, junto a los hombres que le susurraban promesas de amor y deseo.
Los años pasaban y su estrella declinaba. Regresó a su ciudad. Sus padres habían muerto. Llamó a su hermano: al otro lado solo escuchó silencio, hasta que se colgó el teléfono. Siguió subiendo al escenario, ahora de tercera o cuarta fila. Era ya una reliquia gastada, sin valor. Apenas ya nadie la recibía con aplausos. Algunas veces solo conseguía insultos y burlas.
Linda Vulcan era el susurro de un nombre que solo ella recordaba. Sus días de gloria eran casi remotos. Con todo, mantenía la dignidad. No quería repetir el error de otras estrellas caídas; no sería una caricatura de sí misma. Dejó paso a jóvenes estrellas, cuya luz no estaba marchita.
Nadie la esperaba al salir del teatro con flores ni promesas.
Volvía rápida a su casa, intentando evitar a los hombres rectos, esa gente de orden que quería apalizarla. Con suerte evitaba también a la policía, que además de apalizarla, la metía en un calabozo toda la noche, con la única compañía del olor a vómito y orina. Todo mientras enarbolaban la bandera de moralidad y la decencia. De la justicia.
A veces, sentada en la mesa de un bar, tomaba tres o cuatro copas. Acariciaba a su perrita, sostenía un cigarro -en una boquilla de nácar, regalo de un pretendiente-, y repetía, como un mantra, unos versos de Villon: «¿Dónde están las nieves de antaño?».
Quizá era un rezo, aunque hacía años que ningún sacerdote la dejaba comulgar.
Algunos días sentía que quería llorar, pero no pensaba romper la promesa que se hizo a sí misma años atrás, justo después de la primera paliza de su padre, la frustración de su madre y el silencio de su hermano.
Yo era un niño, y no era muy listo. Había cosas que no terminaba de entender. Algo que no me cuadraba del todo. Hasta que un día, en el médico, coincidí con ella. La enfermera salió y dijo un nombre.
Y Linda Vulcan fue hacia allí. Y todos la miraban.
Fue entonces cuando entendí esas miradas escrutadoras. Soportarlas tantas veces a lo largo del día… Pasar por todo esto, por las palizas y los insultos, y seguir llevando la cabeza alta y una sonrisa… Eso era confianza en sí misma. Y valor genuino. La falta total de vergüenza por creer que hacía algo mal, algo equivocado. La sinceridad que le permitía decirle al mundo: «Sí, esta soy yo. Y no me importa lo que digáis. Ni lo que penséis. Así que apañaros como podáis».
Para el niño que era yo fue toda una revelación. Que estuviera tan segura de sí misma, teniéndolo todo en contra. Ese valor, eso era lo que el niño quería llegar a tener. Si Linda podía cargar con todo esto… Bueno, entonces cualquier situación adversa sería pan comido.
Que si nadie, si ninguna palabra, ni ningún golpe podían romperla, nada podría hacerlo. Si podía aguantar el tipo durante tantos años, hasta el infierno sería un paseo.
Esta era la promesa que veía en Linda. Lo fuerte, valiente y feliz que puede llegar a ser una persona por sí misma. Que le diera igual lo que le dijeran.
«Maricón de mierda». «Travesti degenerado». «¿Te pegas la polla con esparadrapo para que no se te note?». «Un hombre que se viste y se mueve como una mujer no está bien de la cabeza, es un enfermo».
Este niño no recuerda cuál era su verdadero nombre, pero no importa: nunca olvidará a Linda Vulcan.
Ídolo es la palabra adecuada.
Por Roger Mesegué.