Las primeras apariciones se produjeron la noche que siguió a aquella tarde en la que desembocó la triste mañana que fuera continuación de una madrugada de insomnio.
Este es el relato de lo que sucedió.
Madrugada de insomnio
Una diminuta y desdibujada medalla había sido la causa de aquella falta absoluta de sueño. La perdió, como a veces sucede con las cosas importantes, sin darse cuenta (la entropía camuflando ausencias). Y ahora de nuevo allí estaba. Parecía mirarla. Parecía hablarle como el Anillo Único. La sostuvo sobre la palma de su mano y la rozó un instante con los dedos. Con extrañeza. Como si no fuera real. Como si fuera a desvanecerse de un momento a otro.
Pero siguió allí. Quemándole la piel.
Triste mañana
El hallazgo no trajo sino tristeza. No la tristeza cicatrizada que deviene nostalgia. No. Tristeza de la mala, como el colesterol. De la herida abierta. Tristeza de llanto desconsolado. Tristeza con consciencia de tristeza. Tristeza sin salida. Sin mañana. Tristeza de presente perpetuo. Tristeza pesada. Asentada. La tristeza vieja, que se las sabe todas, que se asoma a los ojos y mira al mundo por uno mismo y ya nada puede volver a ser bueno del todo. La tristeza asesina de esperanza.
Aquella tarde
La alquimia negra convirtió la tristeza en dolor. No se necesitó mucho tiempo.
Y el dolor rechazó un café con los amigos. Él mismo mintió por wassap: “Estoy cansada. Me marcho a casa”. También fue el dolor quien le cogió las llaves del coche y la llevó hasta su apartamento después del trabajo. Se sentaron ambos en el salón. Ella, en la butaca. Él, en el tres plazas, acampando a sus anchas. Cuando se puso el sol, ninguno se molestó en encender la luz de la pequeña lámpara táctil con pantalla roja del rincón.
Esa fue la noche en que se produjo la primera aparición.
La noche
Al principio creyó que era memoria viva. Recuerdo rememorado con precisión realista. Pero la sensación fue tan intensa que no tuvo más camino que abrir los ojos.
Hacerlo fue cruzar una línea.
Ahora (y esto es sólo un decir, porque el tiempo se había quedado al otro lado), ambas volvían a ser como en sus días más felices. Que no fueron los últimos. Nunca los son. La muchacha, niña. La otra, viva: con su generosa entrega; su gesto amable; su lucha incansable por el cuidado de los demás, nunca recompensado lo suficiente. Sus manos de costurera. Sus ojos azules, cristalinos, de princesa de cuento. Su voz (aunque no dijo nada). Su tacto. Su regazo como refugio. Todo llegó con aquel abrir de ojos. Y aunque cada cualidad se esfumaba con ella, a medida que se fueron sucediendo las apariciones, algo quedaba.
Y la rutina se impuso como algo hermoso en este relato de fantasma. Cada tarde, tras caer el sol, se producía el reencuentro. Siempre el mismo: la niña lloraba con una amargura adulta, sin mediar palabras; la otra le robaba el asiento en la butaca y la sentaba en sus rodillas, abrazándola y meciéndola como en vida tantas veces hiciera. Tarareando, sin hacerlo, una vieja canción que sonaba a nueva.
El dolor fue desapareciendo. El insomnio se convirtió en espera. La tristeza en consuelo. Las tardes en un preludio que se parecía mucho a la felicidad. Y cada vez más niña, cruzaba la línea; llegaba a los reencuentros en los que ya no había llanto, sólo la mecía suave y la canción sin tararear.
Por Patricia Nogales Barrera
Maravilloso, Patricia. Fantástico de verdad.
Muchas gracias, camarada 😉