Érase una vez, aquello que, aún, nunca fue. Érase una vez y varias veces, lo que sin ser, insistía. Un hombre, como la muerte que no se lleva a nadie, o se hace la dormida, disfrazando de sábanas sus mortajas. Un hombre –decía– parado en el centro de la nada. Y como nada era, todo aquello que rodeaba a ese hombre, lo oscuro de un cielo nocturno podía deslizarse suavemente, primero, naciendo de su propia sombra –entonces, descubrimos que había luz, al menos, o era la nada brillando de ausencia–, luego, como si fuese agua que manaba de un hueco en la tierra, se extendía hasta donde la vista alcanzaba, y algo más vimos. Pero un gran trozo de nada aún permanecía impávido a los pies del hombre, dejando sus piernas suspendidas, su cuerpo sostenido entre la ausencia de tensiones, girando muy suavemente sobre su eje, recorriendo con sus ojos que no tienen en qué fijarse, arriba, la oscuridad de la noche, abajo, el agua que se nos empieza a colar nuevamente entre las palabras, colgando de los dedos que escriben la historia que se era, cuando no se era nada. Y esa agua era agua, pero, por la mansedumbre de su avanzar leve, era espejo y reflejaba, y aunque podíamos imaginarnos un horizonte algo más claro, no era más que imaginación, pues la nada no era clara ni oscura… ni nada. Entonces, era el agua, y el espejo, y los pies que parecían cuatro, las piernas que parecían cuatro, los brazos, la cabeza no, eran dos, y se observaban, uno arriba, el otro abajo, –si es que coordenadas como estas nos es lícito colocar–, uno apoyado en las plantas de los pies del otro, con la mirada como segundo eje, girando, en medio de una noche que eran dos, que era una y dos. Cayó la primera lágrima, allá, al encuentro de otra que subía y colmaron, ambas, aquel mar que duplicaba todo. Entonces, hubo la distancia y la tristeza. Y en las ondas crecientes que de aquel punto de encuentro se formaron, la imagen de su rostro se deformaba, lo licuaba y producía un vaivén en el brillo de su mirada y en las cejas que parecían cambiar continuamente el gesto de la cara del doble. Entonces, la sonrisa que bailaba, sobrevino, la alegría fue después. Érase la nada y un hombre, su sombra, la noche, érase la nada y el agua, y el otro, érase la nada, la distancia, la lágrima, la sonrisa, érase la tristeza, la alegría, después. Érase la nada, la nada. Y aquel hombre, dotado como estaba de articulaciones, en medio de aquel giro que se perpetuaba, quebró sus piernas y arrimó su rostro al rostro, sus ojos a los ojos, hasta que la nariz fue un reloj de arena junto con la otra, y asustado por la sensación del agua que siendo la primera vez que lo tocaba, era comprensible que así se sintiera, construyó el miedo y con el miedo, vino el tiempo. Volvió a sumergir la punta de la nariz en el agua, hasta que su boca se apoyó en la superficie húmeda, que temblaba bajo su respiración como la fiebre misma, pero no hubo donde apoyarla, no vinieron otros labios a dejarse tomar como lecho por estos. Entonces, esa nada era el amor, aunque él nunca lo supo. Y del amor, de su desconocimiento, vino el saber. Y era la nada, el saber y la nada. Volvió a erguir su cuerpo, aquel cuerpo formal, desnudo o vestido, con sombrero negro, que apenas se veía entre aquellas dos noches, y suspiró. Fue un suspiro largo, un suspiro que dejaba dentro de sí aquella nada, que lo vaciaba y, al vaciarlo, silbaba al pasar por su nariz y el sonido lo conmovió, sorprendido por aquello que era nuevo, como todo hasta ahora. La sorpresa se escapó de su garganta y estiró sus labios, y entonces fue la música, la música y la palabra cabalgando en ella, subiéndose con el aire en marcha, entonces fue después la palabra. En su giro, el hombre notó que aquello que abandonara su lengua y lo que a esta rodeaba volvía o se perpetuaba un instante en el aire para ser capturado luego por su oído y supo que podía repetir eso, cuantas veces quisiera, entonces ya no miraba al otro ahí debajo, –ocupado, también él, con sus propios suspiros–, miraba la nada, que estaba aún ahí, detrás de aquella noche y aquel mar, detrás de su propio sombrero, miraba a la nada y hablaba solo para escucharse, entonces fue la compañía. Érase la nada, un hombre, érase su sombra y la noche, érase antes la luz y luego el agua, érase el espejo y la distancia, érase la lágrima y la sonrisa, érase el tiempo y el temor, érase el suspiro y la música, érase la compañía y la nada. Érase la nada… La nada.
Por Javier Montiel.