A Agustín Tabares lo conocí hará unos quince años, en un taller gratuito de cortometrajes al que me apunté aquel verano, después de coger el teléfono del panel de anuncios de un bar. Por aquel entonces a él le quedaban solo algunas asignaturas para terminar Comunicación Audiovisual; era quien impartía el taller. Aprendí poco, la verdad, pero en el mes y algo que duró aquello, Agustín y yo conectamos peligrosamente. Peligrosamente para mí, quiero decir. Él tenía una de esas personalidades obsesivas, ensimismadas, era un tío completamente vuelto hacia dentro, con todo un retorcido mundo interior que compartir con los demás, pero sin las habilidades sociales necesarias para tratar con casi nadie. A mí me hacía gracia. Cada viernes, al salir del viejo edificio de la UGT donde dábamos el taller, nos íbamos unos cuantos a tomar cervezas a alguna tasca de la zona. Los demás casi ni hacían el intento de seguir a Agustín en sus etílicas digresiones cuando nos hablaba, entre cañas y altramuces, de sus proyectos, del huracán de ideas que bullía bajo aquel conato de melena, consistente en cuatro pelos ralos repartidos por el planetoide que tenía por cabeza.
Una de esas tardes, puede que fuera la última del taller, se me acercó –ojos vidriosos, lengua de trapo, camiseta de los Fraguel arrasada de lamparones – y me susurró al oído:
– En las montañas de la locura, colega.
A pesar del ruido del bar, de lo aparentemente fuera de contexto del comentario, y de que ya teníamos la mesa alicatada de botellines vacíos, el asunto me sonó a la novela de H.P. Lovecraft que había leído tiempo atrás, pero en aquel momento sólo acerté a decir:
-¿Ein? – y apostillé mi fluido verbo con un gesto de extrañeza que Agustín debió de tomar por interés. Grave error el mío.
Me dijo que, desde que se tropezó con la novela en primero de carrera, estaba empeñado en rodar aquella historia, y estaba convencido de poder hacerlo, sin presupuesto, con gente amateur. No hablaba de terminar los estudios, trabajar recogiendo cables aquí y allá, hacer contactos y buscar financiación, cosa que ya habría sido un disparate, dado lo faraónico del proyecto. No. Lo que me contó se parecía a grabar el cumpleaños de tu sobrino con la cámara que tu tío trajo de Ceuta. Su plan era montar a cuatro locos en su furgoneta, irse con ellos al Valle de Benasque, donde su hermano trabajaba de pinche de cocina, y allí, en pleno invierno del Pirineo, rodar las escenas «gordas» (así las llamó), para luego, ya más tranquilos en casa, ir añadiendo los interiores y cuatro cosas. Por lo visto, su sello de autor era cruzar a Lovecraft con la cobertura técnica de Ole tus videos. Recuerdo que aquel día mi primera intención fue devolver a Tabares al planeta Tierra, aunque creo que con mis objeciones solo pretendía demostrarle que yo también había leído el relato. Le pregunté cómo pensaba resolver algunas cuestiones sin importancia como las cuevas, las gigantescas estatuas y edificios, las avionetas y los bichos tentaculados. Agustín me miró como si no me conociera.
-¡Tío! –me dijo-. ¡No me seas cuadriculado! ¿Tú te crees que si el puto Lovecraft hubiera sido director de cine en lugar de escritor iba a ponerse tan estupendo? Escribir es barato, macho. Venga monstruos ahí, venga montañas y venga cacharros. Total. Sería por estilográficas… Pero esto es otro lenguaje, tío. Que le den a Lovecraft. Él ya hizo lo suyo. ¡Esto es el siglo XXI! Ahora nos toca a nosotros. Lo importante es captar la esencia. La indefensión del ser humano ante el horror cósmico –enfatizó esto último trazando un vago arco con la mano ante mi cara, como si tratara de dejar en la humareda de la taberna la estela de ese horror. El gesto quedó un poco deslucido. Creo recordar que lo único que cruzó el viciado aire entre nosotros fue un solitario perdigón de altramuz, que vino a estrellarse contra la encharcada mesa de formica que compartíamos.
Aquella la cogimos bien. A los cinco o seis que resistimos se nos hizo de noche cerrando bares por el centro, ahogando en cerveza nuestra indefensión ante el horror cósmico. Aunque a mí, lo que más miedo me dio fue ese «ahora nos toca a nosotros» que Tabares había usado, no sé si como plural mayestático o porque de verdad pretendía contar conmigo para sus despropósitos. Del resto de aquella noche tengo recuerdos inconexos, pero entre ellos surge una imagen con claridad: Tabares y yo correteando estúpidamente entre las hileras de coches aparcados, gritando «Fuck you, Lovecraft!» con el puño en alto, mientras los demás se descojonaban, sin saber qué clase de extraña revolución se estaba cociendo a sus espaldas que mereciera una consigna como aquella.
Después de aquel verano aún nos vimos varias veces. O me llamaba o era el azar quien se encargaba de juntarnos en la estrecha ratonera de las noches. Estuve en su piso. Me enseñó una especie de guion garabateado en el dorso de las facturas de la luz y de las cartas del banco, un tosco storyboard a bolígrafo, y – ahí es nada – una maqueta de montañas nevadas que le habían hecho en una asociación de belenistas, con espuma de poliuretano. Tremendo.
No sé durante cuántos años siguió rumiando aquella idea. Poco a poco perdimos el contacto, como suele suceder. Debía de hacer unos diez que no sabía nada de él, por eso cuando lo he visto por la tele he tenido que esperar a que dijeran su nombre para estar seguro.
Allí, en mitad de la gala de los Goya. Cayetana Guillén Cuervo ha presentado, para una especie de mención honorífica, a una cooperativa fundada en Valladolid que aglutina a un grupo de cortometrajistas que han sacado adelante cuatro o cinco proyectos a base de crowdfoundear a todo bicho viviente. Una voz ha ido nombrando a los directores, y sobre la pantalla gigante han ido pasando fragmentos de sus trabajos. Cuando le ha tocado a Agustín, me he sorprendido a mí mismo apretando fuertemente los puños, deseando con fervor que el muy cabrón hubiera resucitado, o inaugurado, o yo qué sé, el terror cósmico de serie Z en España, y ver cómo unos tentáculos de gomaespuma siembran el pánico en algún ignoto lugar del Valle de Benasque. Luego han dicho el título de su corto, Cover, y han puesto unos treinta segundos. Iba de un músico callejero. En plan Fernando León.
La decepción solo me ha durado un par de segundos. Luego, mientras la presentadora volvía a nombrar a Agustín – al parecer el portavoz del grupo -, para que se adelantara hacia el atril para los agradecimientos de rigor, he ido a por un botellín fresquito, y antes de dar el primer trago lo he sujetado en alto, con cierta solemnidad, henchido de una alegría cósmica cuyo origen no me ha quedado del todo claro. Que te jodan, Lovecraft, he pensado. Y luego he bebido a la salud de Agustín Tabares que, desde la tele, embutido en un traje que le quedaba pequeño, recitaba atropelladamente una retahíla de nombres, mientras sonreía, exultante y satisfecho.
Después el grupo se ha bajado y la gala ha seguido a lo suyo, tan soporífera y convencional como siempre. Y yo he empezado a sentir algo que solo podría definir como nostalgia, nostalgia de aquellos días de cebada y rosas, y he querido imaginar que Agustín Tabares, cuando necesita descansar de tanto proyecto serio, y dejar de lado por un momento ese «fino olfato para retratar la belleza oculta en la cotidianeidad» al que se refería Cayetana Guillén hace unos minutos, se refugia en su cuarto de los horrores, ese rincón de la casa donde aún duermen sus queridas pesadillas, donde esperan su oportunidad cuatro o cinco muñecos de LEGO, un par de sepias de gomaespuma y un metro cuadrado de montañas de poliuretano.
Por José Antonio Millán Márquez.
Me ha gustado. Fuck you, Lovecraft!
Era de esperar que explicando tan bien como lo haces, escribieras aún mejor si se puede. Enhorabuena!! He disfrutado mucho leyéndolo!! 🙂
Al igual que una montaña, he sentido que este relato iba subiendo a cada paso, con una escritura ágil, bien construida y muy divertida. Me estaba entusiasmando hasta que llegó al vértice y, de repente, cayó en picado; me temo que el final me ha decepcionado. Personalmente necesitaba un éxtasis después de tanta tensión que iba acumulando. De todas formas, ¡gracias! Lo he disfrutado 🙂