En su mente, volvió a colocar el polvorón del año anterior sobre la mesa pequeña del salón, aquella reservada para los postres: la clara marca de que un año más ya había pasado. Lo colocó con delicadeza, sobre el paño de encaje blanco que bordara su madre hacía tantos años ya, y distribuyó los paquetes en perfecto orden sobre el platillo de cristal.
Dirigió su mirada en derredor y comprobó que todo estuviera en orden. El árbol de Navidad en la esquina correspondiente, con sus luces y guirnaldas. Y, bajo el árbol, los regalos correctamente envueltos en papel dorado y rojo. En la otra punta de la habitación, el portal de Belén que no tanto tiempo atrás creara con sus nietas Julia y Celia. Ahora ya demasiado mayores para aquellas diversiones.
Tomó su copa de vino y se retiró nuevamente a la cocina para vigilar que el pavo estuviera en su punto, ni demasiado crudo, ni demasiado seco. Aún recordaba aquel año -¿el del 92, quizás?- en que olvidó sacarlo del horno antes de dirigirse a la ducha, con las debidas consecuencias. Muchas tormentas habían tronado desde entonces, muchos amaneceres y noches de fin de año. Quizás el platillo de polvorones fuera el único que aún quedase intacto. Ahora, a sus 93 años, ya no sentía la premura de aquel entonces. Tampoco la soledad o tristeza de otros años. Ni la huella de aquellos que ya no están. Solo un amor inmenso por la vida que hacía tantos años ya pensaba lista para terminar, como los polvorones podrían haber sido tirados a la basura tanto tiempo atrás y, sin embargo, allí continuaban, sobre el mismo platillo de siempre, decorando la fiesta un año tras otro. Así se sentía ella.
En aquel momento sonó el timbre, sacándola de sus pensamientos y de sus sueños inventados. Así que, devuelta a la realidad de la vida, ya no era ella quien iba a abrir la puerta a sus seres más queridos, esclava de una silla de ruedas que ni siquiera podía mover por sí misma. Por el rabillo del ojo vio llegar a Fernando, su querido hijo mayor, quizás ya demasiado mayor pues los años parecían pesarle sobre un abrigo demasiado grande para un cuerpo venido a menos.
-Madre –la saludó desde la entrada mientras entregaba su abrigo a Madi, excepcional amazona colombiana.
Pero como apenas lo podía ver de refilón, pues ni la cabeza le había permitido dios mover a esta edad de su vida, no podía preguntarle aquello que quería:«Pero, hijo, ¿qué has hecho para estar tan mayor cuando tú aún eres joven? Pero, hijo, ¿dónde están las niñas, que hace ya años que no las veo, que un día aprovechaste mi silencio forzado y mi obligada ausencia de preguntas formuladas en voz alta para dejar de nombrarlas? Pero, hijo,¿porqué ya no te hablas con Cecilia, tu mujer, a la que yo quería como a una hija más?». Como no puede preguntar nada, como apenas lo puede ver mientras coloca el sombrero sobre el perchero del recibidor, como ya nada le está permitido, decide volar lejos de allí y soñar con una noche similar en la que es ella quien sirve la mesa, quien saca el pavo del horno y lo adereza con crema de calabaza, quien, después de una excelente velada rodeada de sus seres más queridos, se decide finalmente a tomar el platillo de polvorones y tirarlos a la basura de una vez por todas.
Por Carmen Arjona.