Lo odiaba, más que a todas las moscas juntas, en ese momento, lo odiaba.
Había vuelto a ocurrir, se había hecho un agujero.
La cara de contrariedad de Félix Barrientos llegaba hasta la mesa de D. Nicasio, quien se hubiese dado cuenta del problema de haber levantado la vista de la revista del famoseo que le servía para distraerse mientras sus alumnos hacían el dibujo que les había puesto como tarea.
Félix se calmó rápido, nadie se había percatado. Cogió otra hoja y volvió a empezar. El dibujo técnico era un fastidio porque el trazo del lápiz por el borde del cartabón encontraba estorbos que le entorpecían su trabajo y, en el peor de los casos, como ahora, agujereaban el papel. A veces, con la uña se disimulaba, pero cuando el agujerito mutaba en un siete, todo estaba perdido, a arrugar y empezar de nuevo.
El pupitre de Félix era un mural singular. La de historias que contaba. El mosaico de arañazos sobre el escritorio, delicados y rabiosos, femeninos y rudos, diminutos y para miopes, habían dejado en el aula las identidades, inquietudes y amores de varias generaciones de niños de Santiago de Pontones.
A Félix todos aquellos mensajes a la eternidad le servían de distracción la mayor parte del tiempo, pero cuando tocaba dibujo técnico, mecachis. La política educativa de D. Nicasio, en pro de la igualdad y la integración social, los obligaba a cambiar de sitio cada semana, así que a Félix le costaba aprenderse la fisonomía de su mesa de trabajo.
Félix era introvertido puro, lo que venía a decirse en Santiago, un rarito. El tiempo que otros dedicaban a cuchichear o pelearse, Félix lo dedicaba a conocer a sus antecesores, a los pretéritos ocupantes de su sitio.
A algunos les podía poner cara, voz, gestos, gracias a la nutrida información que aportaba un nombre completo grabado con caligrafía de autor junto a una fecha. En otras ocasiones, cuando apenas cuatro trazos descubrían otro ocupante, les modelaba personalidad a su antojo. Como a Fede, que desde el principio le pareció un despreciable prepotente, o Diana de la que se había enamorado, con mayor convicción desde que en clase de historia supo que era la diosa protectora de la naturaleza y la luna. Era lo más bonito de la vida para Félix Barrientos, la escuela, aprender, estar en su pupitre. So pena del alto precio que le imponía la incomprensión de sus compañeros.
Félix se relacionaba más con el pupitre que con sus vecinos de izquierda o derecha. Los otros ya lo tenían calado y hacían pocos esfuerzos por sacarlo de su nube. Habían aprendido, claro, sobre todo gracias a las continuas reprimendas de D. Nicasio que había que reconocer que algo lo protegía.
Félix había escuchado en varias ocasiones a D. Ramiro, el director, quejarse del olvido al que parecían tener sometidas a las escuelas rurales. Según decía, en las ciudades, los colegios tenían pizarras digitales, a los niños les daban ordenadores y los pupitres eran blancos, limpios. Pero nada, las escuelas de los pueblos pequeños bastante tenían con seguir abiertas. Cada año menos niños. D. Ramiro bastante tenía con resignarse y persignarse para que la escuela de Santiago no acabase cerrada; porque del profesor de inglés, el logopeda y la renovación del mobiliario hacía tiempo que se había olvidado.
Pocos entendían cómo podía Félix sacar tan buenas notas. Como si fuesen planos concordantes la inteligencia y la integración, pero claro, de donde no hay no se puede sacar, decía su abuela y Félix hizo pronto suya esa frase.
Los compañeros que chillaban, escupían, corrían, jaleaban, insultaban, eran demasiado obtusos y egoístas para Félix, en cambio, los que tenía grabados en la mesa eran amables, divertidos, leales, locuaces, generosos. Con ellos sí era fácil la relación. Por eso, a la vez que la estatura y el peso, crecía su mundo interior para desesperanza de su madre.
Sin premeditación pasó a la acción, como parte de un proceso escrito en las piedras, y comenzó a rayar. Tarea delicadísima, no por la culpa generada o el daño que causaba a la madera inerte, sino por la premisa básica de trabajo: que nadie se enterase. Félix eligió el pupitre del fondo, aquel en el que pasaba más desapercibido pues todos tenían que girar la cabeza para verlo, aquel en el que sentía más a gusto.
Tenía que esperar pacientemente la consabida rotación de asientos de D. Nicasio, y tenía que asegurarse de que nadie se apercibiese del nuevo grabado, así que diseñó una fórmula de encriptamiento infalible. Pondría las letras bocabajo, además, invertiría el sentido de lectura, como había visto en las películas que escribía el diablo. Hizo una prueba muy satisfactoria con el único papel que quemó en su vida.
La punta del compás resolvía con eficacia su cometido y en poco tiempo el criptograma cogió forma. De forma progresiva, creció su entusiasmo con la tarea, su excitación era palpable, su corazón latía al ritmo de la aguja. Mientras rascaba, la sangre por su cerebro adquiría velocidad de vértigo, Félix entraba en su mundo y llegaba a verse jugando con Diana, con Ramírez, con Agu, en esos momentos sus verdaderos compañeros de pupitre. Con ellos sí que podía relajarse y disfrutar.
La segunda semana de abril volvió a tocarle el pupitre del fondo, el suyo. Si ese día alguien se hubiese parado a mirarlo, habría sabido que estaba henchido de excitación, iba a acabar su inscripción, pero nadie se salió del guion, cada uno a su sitio y D. Nicasio provocó el silencio con aquella sentencia de: lengua, tema doce.
Al final de la mañana aulló la sirena y el tropel del chiquillerío inundó los pasillos. D. Nicasio recogió sus libros y revistas y echó la llave tras comprobar que el aula estaba vacía. Cuando la madre de Félix, extrañada por la inusual tardanza, llegó media hora más tarde a la puerta del colegio, la cancela estaba ya cerrada. El expediente policial nunca se cerró, Félix Barrientos Lucio desapareció en Santiago de Pontones el catorce de abril de dos mil dieciséis.
Por Antonio Aguilera Nieves.