No debí haberme olvidado la cartera en el baño. Es imprescindible en un día como el de hoy. Cualquier otro día habría estado bien. A fin de cuentas, no llevo mucho dinero encima, pues hace poco más de un año que estoy desempleado. Varios días a la semana me inscribo por internet en aquellas ofertas de trabajo que me parece que ofrecen condiciones más dignas, aunque tengo que reconocer que se me hace difícil encontrar algo decente entre tanta esclavitud. Venda aquí su alma por una miseria. Arbeit macht frei.
Con la idea de recuperar mi cartera regreso a la librería, paseando sin prisa bajo esta tarde de domingo de mediados de abril. No suelen dejar que nadie, excepto el personal, utilice el baño pero, al tratarse de un cliente habitual, me han dejado hacerlo más de una vez. Pierdo la noción del tiempo cada vez que entro en este lugar. De ahí que pasen incluso horas, mientras quedo inmerso en los libros y, entre portadas elaboradas y sinopsis engatusadoras, llega inevitablemente la necesidad.
Entro al baño y, con alivio, veo que sigue ahí. Me aseguro de que contiene lo más importante. Hoy es día de elecciones y sería una pérdida de tiempo acudir a las urnas sin el DNI. Como aún es temprano, vuelvo a echar un vistazo entre los pasillos de la librería. Pensar que todas las palabras, frases y conocimientos a lo largo de la historia se encuentran condensados ante mí en unos cuantos pasillos, esperando ser elegidos para cumplir su función, me fascina.
De colores vistosos o simples, más o menos gruesos, recorro cada estantería con la mirada, hasta dar con un título que llama mi atención. Con el ejemplar entre mis manos, examino el dibujo de la cubierta. Tiene algo que me atrae. En ella, un hombre de espaldas al lector contempla la nada, una extensión de paisaje muerto ante él. La tierra baldía, de T.S. Eliot. Lo abro y busco el comienzo, donde el primer verso lee “Abril es el mes más cruel”. Sonrío. Recuerdo este comienzo, aunque nunca llegué a terminarlo. Me decido a comprarlo y por fin salgo de mi pequeña cápsula del tiempo al mundo real, con la cartera en el bolsillo y el libro en la mano. Todo listo para ir a votar.
El colegio que tengo asignado resulta ser el colegio al que iba de pequeño. Cada día de elecciones es como un reencuentro donde puedes comprobar quién sigue por el vecindario y quién ha rehecho su vida en otra parte; quién ha tenido hijos y quién ha cambiado de pareja. Es la oportunidad perfecta para ponerte al día con esas personas que, a pesar de vivir en tu zona, no sueles ver nunca. Como los padres de tus amigos de la infancia, que siguen sorprendiéndose de que sigas aquí. Aquí sigo.
Un flujo de gente que entra y sale, gente que conozco, que me para y me pregunta. Miran a T.S. Eliot en mi mano con curiosidad antes de irse. Compruebo en el papel una vez más dónde se encuentra mi mesa. Nunca entendí por qué hacen este proceso tan confuso. Tras recorrer las aulas como quien se asegura de que las personas encargadas de recoger los votos hacen su trabajo correctamente, al fin la localizo. De la A a la N.
Vuelvo a la mesa que está llena de papeles de colores y, tratando de darle privacidad a mi votación, me sitúo justo delante del montón de papeletas del partido que recibirá mi voto. Meto la papeleta en el sobre, que hace ahora de marcapáginas, y me pongo al final de la cola de mi mesa.
Mientras espero, echo un vistazo a mi alrededor y la veo, no muy lejos de mí. No la veía desde que éramos pequeños y pasábamos las horas en los bancos de abajo de casa; esos bancos que nos han visto hacer amigos, perderlos, jugar a juegos inventados y hasta soportar riñas maternas. Ya no lleva las muñecas llenas de pulseras, ni es más alta que yo. Ahora lleva el pelo más largo, tiene un aire adulto y los tobillos bonitos. Ya no jugamos a qué queremos ser de mayor, ni dividimos las palmeras de chocolate en cinco trozos. Ahora estamos aquí decidiendo el futuro del país.
Nos gustábamos entonces, y nos lo contábamos todo, pero el tiempo y un par de discusiones tontas hicieron que nos separásemos. Solo nos damos cuenta de la estupidez del tema de las discusiones cuando ha pasado el tiempo y está todo hecho.
Cuando mis amigos la hacían rabiar, ella cogía mi mano y me llevaba a otra parte, donde caminábamos sin rumbo, y me contaba cosas que, ahora que me doy cuenta, eran demasiado complejas para una niña de su edad. A veces, mientras cogía mi mano, me decía que yo era diferente a ellos, más bueno con ella. Yo no podía hacer otra cosa que asentir en silencio, y sentir su calidez a través de su mano, y estoy seguro de que ella notaba mi corazón acelerarse a través de la mía.
Me gustaría saber de ella, si ha conseguido aquello que siempre quiso o si, como yo, sigue esperando su momento en la sombra. No sé si estará con alguien, pero seguro que se alegra de verme y me brinda una de sus sonrisas por las que vale la pena hacer cualquier locura de niños. Invitarla a un café estaría bien. Abro la cartera y me doy cuenta de que solo llevo 1 euro y 3 céntimos. Cierto, el libro. Mis ojos van de la cartera a ella y, finalmente, al libro. Empiezo a caminar en su dirección y paso por su lado. Bueno, quizás nos veamos en las próximas elecciones. Puede que las cosas hayan cambiado para entonces, o puede que todo siga igual. Con Eliot bajo el brazo, y tras decidir sobre el futuro del país, salgo del colegio para volver a recorrer las calles que me han visto crecer.
Por Sonia Macías.
Cada vez que vuelvo a votar, efectivamente al mismo colegio donde estudié de pequeña, tengo algún extraño encuentro con esa gente que, como dices, está cerca pero no ves nunca desde hace décadas. Y es una de las cosas chulas de ir a votar 🙂
Un abrazo Sonia.
Es algo que me llama la atención cada vez que voto 🙂 ¡Gracias por leerlo, Rosa!