Tras haber tomado el desayuno preparado por la doncella, me dispongo a salir de casa, para un encuentro importante. No entiendo por qué esta tan mal visto que las mujeres separadas tengan una vida social como la mía. ¿Qué es la vida, sino una serie de eventos, resultado de decisiones basadas en impulsos?
Nunca salgo de casa sin despedirme de mi hijo y recordarle que haga los deberes de francés y ensaye al piano. Es un niño con mucho talento, aunque fruto de un matrimonio destrozado. Lo busco por los pasillos, donde le gusta jugar a ser el capitán de algún barco que surca los mares de Europa. Tampoco está en la biblioteca, donde aún duermen en sus estantes mis novelas británicas, novelas que se ganaron el recelo de mi marido.
Me doy los últimos retoques y, antes de abrir la puerta principal, me miro en el espejo de la entrada. ¿Debería haberme puesto alguno de los vestidos nuevos de París? El pelo recogido resalta mis facciones y este vestido lila me da un aspecto más juvenil. Sigo teniendo muy buena figura, a pesar de mi edad.
“¿Sergio?”, lo llamo una vez más. El eco de mi voz retumba por los pasillos de la casa. ¿Dónde se ha metido este niño? Miro el gran reloj de pared del salón. Ya lo veré cuando regrese. Tengo que irme ya.
Una vez en el tren, me distraigo con el traqueteo de su mecanismo. Es uno de los sonidos que más me relaja del mundo. Me permite dejar de pensar en todo y llevar mi mente a momentos felices que no volverán, a los que solo es posible acceder a través de mi mente. Recuerdo el día que nos conocimos en el baile, y cuando me dijo que me quería. ¿Cuánto tiempo hace desde la última vez que un hombre me lo dice?
Contemplo mi reflejo en la ventana del tren, y aunque sé que soy yo, el rostro que me devuelve la mirada me resulta desconocido. Aparto la vista del cristal y veo que un hombre más joven me observa con aire de interés desde su asiento. Me sonríe levemente y no puedo evitar sonreír también al ver que sigo interesando a hombres jóvenes.
Al llegar a mi destino, busco un teléfono en la estación y llamo a casa para asegurarme de que Sergio está bien. Todo está en orden y, ya más tranquila cuelgo el auricular, y oigo que alguien me llama.
Mi señora…
No era el hombre joven de antes y, sin que pueda evitarlo, una sombra de decepción le oscurece la mirada por un instante. Solo un instante pues una extraordinaria curiosidad la invade repentinamente, casi con el mismo empuje que los amores destinados al fracaso.
Barba blanca y afilada. Dos ojillos cansados, pero vivarachos, dementes hubiera dicho, pero inofensivos, la observan con anhelo. Aquel caballero, extremadamente delgado, casi enfermizo, le inspira sin embargo una valentía que hubiera deseado para sí misma en otros tiempos.
Mi señora, repite con voz rota, que no vencida. No querría importunarla, pero la de su hermosura es una batalla ineludible para mí.
Ella permanece todavía en silencio. Desconcertada. Quizá no termina de entender bien las palabras de aquel viajero de triste figura, pero la curiosidad permanece. ¿Cuál será su historia?, piensa.
No tome a mal mis palabras, señora. Aunque hermosa sin duda lo es, mi corazón, mi honor y mi vida a otra reina pertenecen. A otra a la que busco o buscaba… Pero en este lugar me hallo ahora. Sin caballo, ni escudero, sin lanza y sin camino y, al contemplar su belleza que tanto me recordó a la de mi dulce amada, no he podido evitar pensar que con su ayuda yo podría encontrar el camino de regreso a mi tierra, de la que partí siguiendo la peligrosa y cantosireniana línea de un libro.
Un repentino estruendo hizo que temblara hasta el encaje de su ropa interior. Tuvo que sujetarse al primer viandante que se cruzó con ella para no caer abatida al suelo. Había humo, una cortina de denso humo que no cortaría un cuchillo, no. Harían faltan espadas forjadas en el mismísimo infierno para conseguir, como mucho, hacer una pequeña hendidura que la dejara respirar. En el fondo de su cabeza se había instalado un agudo pitido que no callaba, un sonido sin principio ni final, casi tan asfixiante como la propia niebla. No oía las voces, ni los gritos, ni las sirenas. Solo esa mordaza sonora perdiéndose en el infinito.
¿Qué había ocurrido? ¿Cómo se había originado aquel suceso? ¿Dónde se había metido el caballero de la triste figura? Sin duda, era un personaje extraño pero ¿le creía capaz de provocar un desastre de tal magnitud? ¿Era tal su locura? Perdida en la maraña de preguntas que se agolpaban en su cabeza se dejó llevar por la dulce sensación de entrega que el sueño de la inconsciencia empezaba a provocarle. Cerró los ojos y cayó…
Abrió los ojos tiempo después. Horas después. Puede que muchas vidas después. Apenas podía enfocar al principio. Parpadeó. Despacio primero. Con más intensidad conforme de se iba disipando la tela de araña que cubría su mirada. Un techo anodino. Nada que llamara la atención. Un par de manchas de humedad, una lámpara amarillenta. Estaba bajo techo y ¿a salvo? Al tratar de girar la cabeza para mirar a su lado notó que su cuerpo no ejecutaba los movimientos habituales. No era su cuello lo que se movía. Era todo su cuerpo el que trataba de girar a la derecha cuando su cerebro dio la orden de moverse. Y entonces llegó el momento. Llegó la hora de la verdad, de tomar conciencia, de saber que había llegado a un punto de no retorno.
(Puerta abriéndose. Suelo crujiendo. Patitas dando pasitos)
-Ya has despertado. Vaya, si llego a saberlo te hubiese traído algo de desayunar. Deja que te ayude a incorporarte.
-¿Qué… qué esto? ¿Qué me ha pasado? Esto son… ¿patas?
-Tranquila, no pasa nada… Ahora es nuevo para ti pero te acostumbrarás.
-¿Acostumbrarme? Pero… ¿estoy hablando con un insecto? Por el amor de Dios (suspiro).
-Has estado inconsciente todo este tiempo desde el incidente. Es extraño que hayas permanecido tanto tiempo así. Quitamos los últimos restos de tu larva hace semanas.
-No entiendo… no entiendo nada. Yo…
-Shhhh. Tranquila, mamá. Déjame que te ayude a…
-¿Mamá? Pero, ¿Sergio?
-Estás aún desorientada. ¿Quién es Sergio? Yo soy Gregorio.
Las calles de Londres estaban cubiertas por una espesa niebla de otro mundo. Desde arriba, Bruce tenía la sensación de que volaba por encima de las nubes, como si observase la urbe a través de la ventanilla de un avión. Apenas distinguía nada abajo. Había llegado dos días atrás para cerrar la compra de una gran multinacional que estiraría el poder de las empresas Wayne al otro lado del charco. Por supuesto, lo había cerrado. Incluso antes del tiempo establecido. Así que se puso su segunda piel -o la primera- y saltaba de cornisa en cornisa buscando algún malnacido que se saltase la ley. Las gárgolas medievales eran sus aliadas en la cima de las iglesias, deteniéndose junto a ellas para poder deleitarse con el perfume agrio del Támesis.
En Oxford Street, frente al escaparate de Marks & Spencer, un tipo grueso intentaba robar un coche. Desplegando las alas para amortiguar la caída, lanzando una cuerda que se enredó en el momento justo a una farola barroca que iluminaba la escena, el murciélago cayó al lado del ladrón.
– Creo que hoy no robarás ese coche – La máscara modulaba las palabras que salían lentamente de su boca. El joven americano apretó los dientes y los puños, preparado para golpear.
– Por fin ha llegado. Llevo cuarenta minutos esperando. –El hombre inglés, de mediana edad, se ajustó el sombrero de ala corta que copaba su cabeza. Después estiró su chaqueta Tweed verde con cuadros rojos y blancos.- Ya dijo mi mujer que no cambiase de seguro de coche. Que si es más barato será por algo y …
– Soy… Batman.
– Disculpe, ¿puede hablar más alto? Está usted susurrando, amigo mío. –su perfecto acento británico irritaba al héroe.
– No va a robar ese coche, malnacido.
– ¿Robar? Es mi coche, señor. Me he dejado las llaves dentro. Usted es el cerrajero del seguro, ¿no? Llevo poco tiempo con su compañía y –miró de abajo a arriba al hombre disfrazado de murciélago que tenía delante- no seré yo quien critique la elección del uniforme de trabajo de una empresa tan respetable como la suya. Seguro que hay un gran equipo de recursos humanos que cree que vestirlos de mamarrachos hace que vendan más.
– No soy de una compañía de seguros, soy Batman.
– ¿Quién? Mire, llego tarde a una reunión importante. Un grupo de amigos vamos a elegir los botánicos que mezclaremos para fabricar la ginebra de verano. Matthew quiere utilizar una canela india y tengo que impedirlo. Entiende, ca-ne-la. ¡Por dios, cree que somos animales!
– ¿Ese es su choche?
– Pues claro, señor. Es el Rover 800 que conduzco desde hace cinco años.
Batman sacó de su bolsillo una ganzúa en forma de media luna y forzó la puerta. El señor inglés le agradeció el gesto con una libra de propina.
Enfadado, tiró una bomba de humo y se alejó en la noche fría. Maldecía su mala suerte, pero era el hombre-murciélago. El día que asesinaron a sus padres, juró que vengaría su muerte acabando con el mal. Desde entonces se había entrenado con todos los maestros guerreros del mundo, aprendiendo todas las técnicas de combate. Ahora era un semidiós. Capaz de matar con sus manos a un león.
Siguiendo la ronda por los tenebrosos callejones, vio a un hombre flaco y desvalido enfrentándose cara a cara contra lo que parecía una banda de asesinos. Era testarudo como una roca, así que envolvió su capa y de un salto oscureció el alma de granito de los edificios con un grito que provenía de las profundidades de las cloacas. El superhombre derribó al puñado de criminales que increpaban al anciano anoréxico, escuchándose un golpe metálico. Batman se levantó cubierto de pieles de plátano, hamburguesas a medio comer, cáscaras de cacahuetes y un líquido amarillo que olía a moho.
– Tengo que agradecer a vuestra merced que hayáis derribado a esos gigantes de un solo golpe. Ningún obstáculo es suficiente para destruir la nobleza de un valiente hidalgo, amigo mío. Y al bien hacer jamás le falta premio, tenga usted unas monedas en agradecimiento.
Batman se levantó dándole una patada a los cubos de basura contra los que luchaba el viejo.
– ¡En este país todos están locos! –no se veía, pero debajo de la máscara al todopoderoso Bruce Wayne le temblaba el labio inferior.
– Ese es el loco que me transformó en un insecto. – una voz aguda de mujer emergía del suelo.
– Lo que me faltaba. – Pensó en voz alta el murciélago.
– No te quedes ahí pasmado vestido con ese pijama tan ridículo, ¿no ves que se va corriendo? – la cucaracha parlante señalaba con una de sus patitas al frente.
El octogenario, flaco como un fiedo, corría como si lo persiguiese el diablo.
El señor Swann levantó la cabeza de las cuartillas y me miró sin agitar un solo músculo, sin alterar ni un ápice su figura de indiscutible elegancia. Recogió el monóculo que le colgaba en su pecho con la mano izquierda y se lo volvió a encajar en la cuenca del ojo. Unos haces de luz que se le escapaban al castaño de Indias de entre sus ramas rayaban su traje color crema, hecho por supuesto a su medida en una de las sastrerías más cotizadas de París, en donde los señores de Verdurin y hasta el mismísimo barón de Charlus confiaban sus sedas y armiños. A su espalda, unos rosales se encaramaban ágiles y saludables a sus rodrigones. Los macizos de miosotis y siemprevivas estallaban por todas partes a nuestro alrededor. Francisca, como siempre de malhumor y maldiciendo entre dientes, había pasado a dejarles un agua a su alrededor a las flores, levantándole a la tierra su olor más salvaje, su esencia más viva. El señor Swann, antes de hablar, apuró el último trozo de su magdalena hundiéndolo hasta el fondo del té. Yo sudaba ansioso por saber qué le parecerían aquellas cuartillas, aquellas aventuras que había corregido una y mil veces mientras la tía Leoncia roncaba en su alcoba, espantado y ahogado de inseguridad cuando imaginaba lo que Swann, el mismísimo señor Swann, amigo íntimo del príncipe de las letras Bergotte, podía juzgar de la capacidad literaria del mimado, inconsciente e introvertido vecino suyo de diez años que era yo en aquel momento.
-Querido Marcel. Supongo que Francisca puso demasiada cayena en tu omelette de anoche. Tienes madera, niño. Hay un error en el uso de la primera y la tercera persona al inicio, tienes que tener cuidado con eso. Aristóteles lo llamaba el “eikós”, la verosimilitud. Y será “fideo”, no “fiedo”. Pero salvo eso, el resto es admirable. El ritmo me ha atosigado. Y eso es bueno. Casi me sobraba la chaqueta en algún tramo del cuento. ¿De dónde sacas tanto manejo de esas expresiones en el lenguaje inglés? ¿Acaso te llevaron tus padres alguna vez a Londres? ¿Rover? ¿Batman? ¿Wayne? Las metamorfosis de hombre-murciélago y mujer-cucaracha son desconcertantes hasta lo nauseabundo. ¿De qué extraño sueño sacaste todo esto, vecino del demonio? ¿Es que acaso has tenido tiempo suficiente en tu corta vida para manejar con tanta destreza al Quijote?
Entonces llegó lo que esperaba. Sus palabras mientras agitaba al aire mis cuartillas, sí, me emocionaron. Pero las palabras no cuentan, las palabras pueden salir de la boca de uno sin que pasen por el corazón, sin ser certificadas por el alma. El señor Swann sacó del bolsillo derecho de su pantalón el pañuelo con sus iniciales bordadas, se secó el sudor de la frente con él y entonces lo hizo, entonces sí que dio su beneplácito para que yo siguiera por ese camino, por el camino de la literatura. Porque me miró fijamente y, tras un silencio que me pareció eterno, me sonrió con profundidad, como se sonríe cuando uno está satisfecho, con ese brillo sincero adornando los ojos.
-Puedo enseñarle este otro montón de hojas, donde un vizconde es dividido en dos por una bala de cañón y ambas partes van haciendo su vida por los mundos de Dios…
La cara del señor Swann se iluminó de nuevo… En Sergio había encontrado lo que llevaba buscando, más bien soñando, desde su infancia. Apenas podía mirar encima de las mesas sin ponerse de puntillas cuando el vizconde Medardo de Terralba apareció en su vida. Ese hombre que, de pronto, pobló sus cuentos para hacerlos extravagantes, mágicos y sobre todo verdaderos. Con él comprendió la realidad de la existencia, todos estamos partidos. Somos dos en un solo cuerpo. Desde la medianía de los sentimientos la vida cobra un sentido exacto y fino como una cuerda de violín. El señor Swann dejó de acogerlo en sus letras durante la adolescencia, cuando el primer amor le tatuó en su piel y en su alma eso de “ser uno” y de nuevo los sentimientos globales con arena y cal, pimienta y azúcar, se siembran en nosotros para siempre.
Ahora, muchos años después, se encontraba aquí, en el jardín de su casa, con aquel chaval delgaducho, de pelo color melaza y ojos turbios propios de la vejez, que le traía a sus pies a Medardo. Corre, chico, tráeme esas páginas de las que me hablas.
Sergio corrió y corrió, palpitando por dentro, con la piel de gallina por fuera, hasta llegar a su cuarto. Revolvió el escritorio mientras oía a la doncella de fondo diciendo que su madre había llamado y que bla, bla, bla… ¡Eureka! Lo encontró. Y a correr de nuevo.
Cuando llegó, el señor Swann estaba en la puerta, de pie, con una inquietud extraña. Eso no hacía más que aumentar su excitación. Arrebató, fuera de toda cortesía, los folios manuscritos y se sentó a la mesa. El té habia desaparecido y una gran copa de cristal acompañada de una botella de coñac atraían los últimos rayos del sol de la tarde, reflejando una mágica luz caramelo, en todo el césped recién cortado. Tal y como empezó a leer la voz del Vizconde inundó el jardín.
– Sr. Swann, por fin le visito de nuevo. Cuántos recuerdos rotos, ja, ja, ja.
– Por la mitad, Medardo, con una precisión casi quirúrgica.
– Me abandonaste por aquella, tu Pamela, ¿Cómo se llamaba?
– Ruth, la divina Ruth.
– Y me dejaste vagando, con las entrañas al aire, hasta encontrar a alguien que me entendiera como tú me has entendido. Me hiciste tuyo, tanto, que de mitad y mitad, dos hicimos. En el vagar hallé verdades y mentiras y otros perdidos como yo. Este hidalgo caballero que busca a su Dulcinea y este hombre oscuro que vuela de tejado en tejado, buscando el exterminio del mal, son mi sombra. Dejamos en el camino algún compañero insecto que en el arte de mutar encontró su placer supremo y no sabemos en qué se ha convertido. Lo mismo soy yo, o usted, Sr. Swann, o tú, pequeño Sergio.
El dedo índice del brazo derecho del Vizconde señaló al enjuto niño que, de asombro, frío como el hielo, se había sentado justo en la silla vecina al feliz señor Swann.
Alguien llamó violentamente a la puerta. Con toda la parsimonia del mundo, con esa paciencia fatal que únicamente germina en una añeja soledad, la señora Wakefield recorrió el pasillo hasta la desvencijada puerta de entrada. Al otro lado, la misma cara que se despidiera de ella con una suave y astuta sonrisa mostraba ahora una envejecida mueca terrorífica. Era su marido, con veinte años de demora. El menudo y despavorido esposo, empapado hasta el alma por el frío aguacero del otoño londinense, se arrojó a los rollizos brazos de aquella virtuosa mujer. Acunado como un bebé, llevó al aterrorizado hombrecillo hasta el dormitorio conyugal cuya cama estaba repleta de libros abiertos. El sueño no tardó en apoderarse del intermitente esposo. La fiebre hizo el resto. Empezaron entonces a brotar de la boca del decrépito durmiente uno por uno todos los nombres. La señora Wakefield se puso a rebuscar entre los libros de la cama. Reconoció uno de ellos, Don Quijote. Cerró el libro al que pertenecía aquel personaje y lo depositó en la vacía estantería. Otros no logró identificarlos. Tomó nota de cada uno de ellos. Ella, que en su soledad había invocado a la literatura para que le proporcionara compañía, sabía que al amanecer debía recorrer las librerías de Londres en búsqueda de aquellas obras, ese era el pacto. Su marido cayó entonces en un plácido sueño. Dueña de una íntima y profunda satisfacción, la paciente esposa se vistió con el casto camisón dispuesta a compartir lecho. De repente, poseído por una extraña energía, su marido saltó como un resorte y se incorporó en la cama. Con los ojos vueltos gritó como un loco: ¡Maclein y Parker!, ¡Maclein y Parker! La señora Wakefield apuntó aquel nombre al principio de aquella reveladora lista envenenada de buena literatura.
Por Sonia Macías, Patricia Nogales Barrera, Rosa Montero Glz., José Ángel López Jiménez, Álex Prada, Gema MO, Simón Rafael.
BRAAAVOOOO!!! Qué divertido joder… Broche final de lujo… Y sin Goytisolo y todo… Un placer…
Divertidisimo!! Y el final, brillante! Esperando la próxima y como dice Alex…un placer
Muy meta nos ha quedado ¿no? Coincido en que ha sido muy divertido participar y leernos. ¡Genial hasta el final!
muy chulo, me encanta el experimento.