Allí, entre cuatro paredes que un día dieron cobijo a
otra que no era yo.
Allí, donde fui discípula de Safo y amante de
Cernuda, Lorca y Pizarnik. Todo a la vez.
Fui invisible y visible.
Como tu piel cuando quiere ser mi piel pero se
esconde de mi boca.
Escribí sin apenas haber nacido y crecí resignada,
como las libélulas y demás paleópteros que apenas
pueden acariciarse el abdomen con sus propias alas.
Allí, donde aprendí a escucharme y a callar lo que nadie
sabe.
En mi habitación, donde cada día empezaba y acababa
la vida, aprendí a convertir los silencios en palabras y las
palabras en mis verdades.
Aún hoy, si echo la vista atrás, veo a aquella niña de
trece años reclamándome coger un boli, sacar un cuaderno
y vomitar un mundo entero.
Como si eso fuera tan fácil…
Por Raquel Egea.