Etna se encontraba ante cinco hilanderas que preparaban lanas. Una de ellas era Aracne, famosa en toda la polis por sus telares, de los que se decía que eran mejores que los de la propia diosa Atenea, inventora de la rueca. De hecho, la diosa Atenea también estaba allí, disfrazada como una anciana hilandera más, comprobando la veracidad de tales rumores. Etna podía identificar la pincelada de Velázquez sin dificultad alguna, sus capas de pintura sobre el lienzo: finas y diluidas; el empleo de los colores, prácticamente monocromo. Aquella era, sin lugar a dudas, una de sus obras preferidas de la pinacoteca y siempre que tenía un día complicado se desplazaba hasta allí para observarla. Aquel día en especial, Etna estaba tan concentrada observando la pintura, que apenas notó cómo alguien le daba un suave toque en el codo. Tardó unos segundos en darse cuenta de que en realidad alguien estaba intentando llamar su atención. Saliendo de su ensoñación, se volvió hacia aquella mano, hacia aquel ligero tacto, para quedar frente a Chico.
Chico y Etna se conocían de toda la vida. Habían sido compañeros de clase desde preescolar e incluso recordaba cómo en primero de Primaria la maestra, la buena de Hermiña, los mandó sentarse juntos en clase, cuando aún existían los incómodos pupitres de madera que no hacían sino acrecentar el malestar de los alumnos en el aula así como las ansias de la hora del timbre. No le costó reconocerlo, sin embargo, más tarde tuvo que admitirse a sí misma que Chico había cambiado bastante. La edad lo había sorprendido a él también, tiñendo mechones de su pelo lacio del color de la nieve y formando grietas junto a su sonrisa de dientes blancos y perfectos, junto a su mirada. Etna no recordaba si de niño había llevado gafas –a pesar de que siempre le pareció un chico simpático, hay ciertos detalles de él que sería incapaz de recordar ahora–, en todo caso, aquel día portaba lentes pequeños y completamente circulares que le otorgaban un atractivo aspecto de intelectual.
«¿Me reconoces?», le preguntó él, curioso. «¡Chico! ¡Qué sorpresa!» «Lo mismo digo. Aunque tú no has cambiado nada.» Le sonrió. «¿Qué haces en el museo? ¿Vienes a menudo por aquí?» «Pues la verdad es que sí», contestó ella. «Me gusta mucho sentarme en esta sala y observar Las Hilanderas de Velázquez para despejarme, especialmente en los días difíciles. Bueno, ¡no me creerás si te digo que mañana me caso!» «¿Lo dices en serio? Vaya, enhorabuena. Desde luego el cuadro debe tener propiedades milagrosas porque no se te nota nada nerviosa.» «A decir verdad ya está todo organizado, y lo que no lo está, ya es tarde. ¿Y tú? ¿Qué haces por aquí?» «También yo vengo a menudo. Me licencié en Historia del arte y ahora doy clases en un instituto. A veces me gusta venir por aquí para refrescar un poco de conocimientos y, además, tengo la enorme suerte de vivir cerca. Pero bueno, ya que mañana te casas, ¿me permites que te invite a una copa de champán para celebrarlo? No todos los días se entera uno de estas cosas.» Etna asintió, sonriente. «De acuerdo, pero antes me gustaría pedirte un favor.» «Claro, si está en mi mano…» «Me encantaría que me llevaras ante tu cuadro preferido de Velázquez.» Chico sonrió, pensativo. «Mi cuadro preferido…»
Su cuadro preferido traía a Chico recuerdos de otros tiempos. Recuerdos de un verano en Italia, de tardes en la villa de su amigo Raffaelo, de baños en la piscina al atardecer, del buen vino, del buen embutido, del buen sexo. Allí conocería Chico a su primer amor, un amor que vendría entrelazado con tantas otras pasiones: la de la ópera, la del maravilloso sonar de tan bella lengua, la de la literatura, la del arte que todo lo envolvía en aquellos tórridos días de agosto. Raffaelo y Chico se conocieron casualmente una mañana en que ambos fueron a nadar a la piscina de la calle Corleone. Se gustaron al instante y comenzaron a quedar regularmente para jugar partidos de tenis juntos y con otros amigos de Raffaelo. Cuando llegó el momento de que Chico regresara a España, Raffaelo decidió invitarlo a la villa de sus padres, en la campaña, para disfrutar de las últimas dos semanas que le restaban en compañía de buenos amigos. Allí fue que Chico conoció a Calipso y cayó perdidamente enamorado de ella. Del mismo modo que siglos atrás otra Calipso enamoró a Ulises durante siete años, la hermana menor de su amigo Raffaelo se introdujo en su vida durante siete largos veranos.
No tuvieron que caminar mucho para encontrarse con el lienzo de frente. «Hemos llegado.» Indicó Chico. «La fragua de Vulcano», leyó ella, despacio. «¿Puedes contarme su historia?»
Recuerdos de una noche juntos, de cándidos besos, de caricias ardientes y puños apretados, de gotas de sudor que se evaporaban en su espalda, de respiraciones agitadas, entrecortadas, de abrazos apretados, de mordiscos, de pellizcos, de gritos ahogados, de explosión. De ser uno.
«¿Conoces ese cuadro?», le preguntó ella, señalando una tela que colgaba cubriendo toda la pared frente a la cama. «No», reconoció él. «La Fragua de Vulcano», lo instruyó ella. «Es una de las obras más famosas de Velázquez. Retrata a Vulcano en su fragua, tras recibir del mismísimo Apolo la nueva de que su mujer, la diosa de la belleza Venus, lo engañaba con el apuesto dios de la guerra: Marte. Vulcano, tan pronto como se recuperó de tales noticias, ideó una forma para poner un drástico fin a la situación: trabajó duramente en la fragua durante muchas horas para crear una red de metal tan fino que resultaba completamente imperceptible a primera vista, aún más a los ojos de dos enamorados. De esta forma, cuando a la noche, Marte y Venus se desnudaron para placer juntos, la red cayó sobre ellos dejándolos completamente en evidencia ante todos los otros dioses del Olimpo. Velázquez retrata aquí la cara de sorpresa de Vulcano ante la desastrosa nueva de Apolo. A la derecha del cuadro hay cuatro ayudantes del dios, originalmente cíclopes, pero a los que Velázquez se toma la licencia de conceder un segundo ojo.»
Chico relató la historia a Etna, que lo escuchó atentamente hasta el final.
«¿Por qué lo tienes colgado en tu dormitorio?», preguntó Chico a Calipso. «¿Qué lo convierte en tu favorito?», se interesó Etna. «Me parece que tiene un no sé qué que lo hace especial: la luz quizás, o la precisión en las expresiones de sus caras», mintió Chico. «Fue un regalo de mi madre para recordarme que nunca debía ser infiel a nadie. Supongo que quería que al ver el cuadro recordara las consecuencias que dichos actos tuvieron para los dioses Marte y Venus», le contó Calipso. Ahora, al ver el cuadro, Chico la recordaba a ella. Ahora al ver el cuadro, Etna siempre pensaría en Chico.
Etna volvería innumerables veces al museo y, a partir de aquel día, siempre recordaría la historia de Vulcano y Venus. La historia de Chico. ¡Quién le hubiese dicho que Chico tan solo le había contado la mitad de la historia: la historia concreta y bien delineada, y que se había ahorrado la parte desfigurada, emborronada, enredada en recuerdos encadenados e imposibles de transmitir con la exactitud de la palabra! Cómo transmitir aquel amor por los días pasados, por los viejos amores, por los tan necesitados aprendizajes.
Por Carmen Arjona.