Solo ellos dos sintieron el terremoto. La ciudad, sumida en la repetición industrial de días idénticos, parecía ignorarlo. En mitad de aquel concierto tintineante de vasos de cristal, tazas blancas de porcelana, platos llanos y cucharillas de metal, él la miraba y descubría en los posos de aquellos ojos color café amargo que su destino acababa de ser fijado. El silbido abisal de la máquina de café acallaba las groseras voces del resto de la humanidad, despertando en ella una voracidad festiva. Ambos sentían como si algo les revolviera las entrañas a la velocidad de la luz, en el sentido contrario a las agujas del reloj. El temblor del seísmo recorría sus cuerpos aferrándose a sus pies nerviosos, a sus jóvenes rodillas y a unas manos que, furtivas, acudían ansiosas a su primer encuentro. Y así, entrelazando sus manos en el fregadero, se fraguaron en aquel café los pilares de un amor sobre el cataclismo de la clonación de los días. En pleno vértigo de risas y miedos recién estrenados, anidaba en ellos la alegría. El mundo parecía ajeno a aquella fiesta, pero ellos se sabían vivos. Se miraban a los ojos, dos camareros, desayunándose la vida.
Por Simón Rafael.