El suelo de la cabaña estaba cubierto de colchones viejos y espinas de pescado; también había alguna cucharilla de postre retorcida junto a los esqueletos oscurecidos de los bolígrafos bic.
Beca era pálida, silenciosa y con una luz húmeda que se pronunciaba desde la blancura de sus muslos -como las tiras de coco que vendían en la feria, pensaba Jonás-. Ella medía el tiempo mirando cómo un sombrero mexicano recogía solemne y tropical el agua de una gotera.
Jonás, en cambio, ya no contaba los días; se dedicaba tan sólo a acariciar sin codicia aquellos muslos de coco y a contar bajo las mantas historias de piratas repletas de fantasía. Había sido pescadero de delirios en callejones de otro tiempo, y malvivido después como marinero sin fortuna. Aún le hervía la sal en los pulmones y en los tatuajes, pero sólo en las horas más bajas reconocía que todas aquellas historias sobre corsarios y barcos fantasmas que erizaban el vello de Beca no las había vivido en carne propia.
En lo más profundo de la cabaña, Jonás sabía que todos aquellos cuentos y bravatas se las había robado al marinero Jeremías, un baladrón con el que había trabado amistad un verano. Jeremías había sido todo lo que Jonás nunca había llegado a ser. Un portorriqueño flaco con cara de niño y risa de delfín –cuando Jonás reía asemejaba el sonido lúgubre de un timón roto-. Jeremías era una de esas criaturas frágiles que el mar se empeña en embravecer a costa de tempestades y de amigos muertos. Quizás por eso, la noche anterior a la partida del portorriqueño, juntaron unas pocas monedas y fueron a que el anticuario del puerto les hiciese una foto. Antes del amanecer, con el sabor del último aguardiente, Jonás había despedido a Jeremías con una puñalada en el callejón, donde el delfín se desangró sin perder la sonrisa. Pero lo que atormentaba a Jonás no era la puñalada al amigo, sino haberlo enterrado al portorriqueño en tierra firme junto a un camino y no haberlo arrojado al mar, como se merece cualquier pirata. También sentía amargura por no haber conservado aquel retrato del anticuario aunque, años después, no se reconociera en él.
Como la mayoría de los hombres de mar, Jonás era un gran supersticioso y la risa de Jeremías lo había perseguido desde entonces. Jamás se atrevía a aventurarse fuera de la cabaña creyendo que el portorriqueño lo acechaba incluso en sueños. Llevaba años esperando la venganza de Jeremías a través de los húmedos maderos de la cabaña que crujían con cada tormenta. A veces sentía pasos en el agua cuando todo se inundaba, pero se sentía a salvo, pues tenía la certeza de que en la cima de una montaña tan alta nunca lo encontrarían. El viejo se negaba incluso a mirar al exterior y renegaba de los días y las noches. Y, entretanto, hacía disfrutar a Beca -esfinge rusa- con todas aquellas historias que humedecían su imaginación cada noche bajo la cresta de las mantas.
En ocasiones, la cabaña parecía oscilar de lado a lado y el viento, que silbaba entre los maderos, le devolvía el eco de su propia risa de timón roto. Jonás se tapaba los oídos y se abrazaba a sus tatuajes. Era entonces cuando Beca intentaba consolarlo recitándole las mismas historias de siempre, mil veces oídas, que ella había aprendido de memoria como una oración o un viejo chiste al que aferrarse en momentos de incertidumbre. Pero Beca le devolvía las historias cambiándole las palabras, narrando de otra forma que a Jonás le parecía más real, como si Beca hubiera conocido alguna vez a Jeremías, y eso encendía sus celos y sus miedos. No obstante, era incapaz de detener a Beca, y le pedía que continuara con premura, pues se perdía en la búsqueda de nuevas pistas en la narración, algo que confirmara que esa risa de delfín no sólo seguía viva, sino que además era conocida por Beca, que la rondaba de cerca. Después de todo, ella era la única que salía de la cabaña, sobre todo cuando de repente decía estar mareada y salía a tomar el aire para frenar las náuseas. Tal vez Jeremías esperaba al otro lado de la puerta, acechándola con besos, con nuevas historias o con un puñal porque, al final, todos los fantasmas hacen tintinear la calderilla que llevan en los bolsillos. Y así ocurrió que Beca, una noche de fiebre, le mostró una vieja foto, quebradiza como el abrazo de una estrella de mar, en la que aparecía Jeremías, con actitud desafiante, con toda la carga de rencor de un fantasma, y Jonás supo que debía enfrentarse a él, que el portorriqueño maldito tenía derecho a su venganza y que aquél era el momento. Así que Jonás abrió la portezuela de la cabaña y se arrojó a lo más profundo del océano.
Por Davor Bohórquez.