Sin coyunturas excepcionales. Todo corriente sin dejarse llamar mediocre, e incluso las peculiaridades de mi personalidad corresponden al catálogo de extravagancias más ortodoxo del género humano. Le diré, por ejemplo, que padezco de insomnio atroz; que la felicidad se me antoja escurridiza, irreconocible por unos lobos que me aúllan en las migrañas; y que nunca fui capaz de amar, verdaderamente amar.
Pero era yo quien cargaba el arma.
Y no las particularidades concretas, pero sí este mismo fenómeno de normalidad ha sido compartido a lo largo de la historia por un número incesante de engendros de Dios, que como yo han sido -al menos podrían haberlo sido- verdugos de reyes, ladrones, soldados o poetas.
En eso pensaba, en la soledad de los nombres propios, en el gusto que derrochan los apellidos, cuánto orgullo erguido en lo alto de todas las cosas, y qué tristes quedan después los puentes derruidos: los huecos en el aire cuando ya murieron los bisnietos y hay menos. Así, en general, de algo segurísimo que hay menos. Todo por la persona repetida que se empeña siglo tras siglo en desmemoriarse. Pensaba: «¿Alguien oyó lamentar la muerte de un bisnieto?»
Me pregunta por el pelotón, pero no fue por ellos. Ellos no lograrían zafarse de esa insistencia. Seamos honestos, es una insistencia resignada, un endeudamiento que se va pagando con horas y horas de ordinariez: ellos. Muchos de esos pronombres que alguna vez tuvieron iniciales esperaron vencer y no vencieron, quedándose solos no sólo por los abandonos, sino por flotar en un tiempo minúsculo, el único instante donde serían pronunciados.
Sabe usted que apenas hicieron falta tres o cuatro articulaciones mal aprendidas para que el hombre, en los primeros eones del sur del mundo, decidiera endiosar las lluvias. Y aunque ninguna fue humana, pronto la palabra aguzó el ingenio: el hombre se mitificó a sí mismo y capitalizó su nombre; se cantó, se pintó siendo otro en paredes de templos -sus extremidades, sus ojos vueltos- imponiendo su silueta como única forma de eternidad. Y, sin embargo, quedó en ellos todavía un resto verde primitivo, cordón umbilical anudado al animal que fue, que se resiste a irse, a deshacerse de la manada y alzarse uno.
No desvarío, es que intento explicar con claridad por qué lo hice.
Alguien comprendió que no le servían esas huellas de mano grabada con ceniza junto a la hoguera. Parecida a las suyas, pero no suya -quizá sí, pero no indiscutiblemente-. Parece lógico que a punto de morirse, aunque tal vez despuntara la lucidez natural de la adolescencia, una mujer, un hombre toda la vida arrastrado por la corriente, descifra ya llegando a la bahía un deseo hondísimo, acarreado por la humanidad desde que las generaciones recuerdan la nieve no vista, desde que los niños conocen los logros de Dios y del Diablo: el ansia de permanecer solo se puede mitigar venciendo la soledad del nombre propio, dactilografiando un timbre de voz exacto y dejándolo sonar para siempre entre las melodías nocturnas.
Eso es, pensaba en el sigilo de los nombres de los condenados, en cómo el miedo lamería sus estómagos justito entonces, ante mi fusil los intuyo a todos narcisos mirándose los ojos en los reflejos de aquella bahía, para no olvidarlos, para que aguanten dibujados en alguna estampa, aunque sea un segundo después de muertos. Y por cierto que la pena no fue de ellos sino de mí, verdugo y nadie.
Una vida sin coyunturas excepcionales -hablo de todas las vidas-; la insistencia de un hombre -hablo de todos los hombres- supeditada para siempre a los finales de las estaciones cortas. La sumisión última: el olvido; el perfecto ejecutor: el verdugo. El verdugo que acumula lo más genérico que cupo en la raza, la figura que, teniendo manos, extremidades, ojos vueltos, a pesar de ello, reposa lejana en la sombra de las cavernas (yo idéntico al pelotón, esbozo triste en la pared). Un contorno alzado en lo alto de las plazas, mayúsculo el verdugo intrahistórico -hablo de todos, todos ustedes-, el único capaz de zanjar períodos desde el tajo afilado del anonimato. Y una oportunidad.
Ah, sí, porque hay formas de recuerdo y yo estaba dispuesto, sabe usted. Porque hay libertad hay firmas indelebles, y créame que no fue por más ideas que éstas por lo que me descubrí el rostro antes de volverme y disparar de muerte al Caudillo.
Dígame, señoría, ¿no es cierto que sus bisnietos conocerán mi nombre?
Por Clara Jiménez.