En el taxi, él le acaricia la rodilla. Comienza despacio su búsqueda hacia el cielo, le toma las manos, sembradas de dudas, presurosas, y se las lleva a su entrepierna. Ella agarra temblorosa el miembro, toda una ofrenda, mayúscula y atrevida. Los ojos le bailan y una lágrima le salta en el pelo. El taxista mira por el retrovisor de cuando en cuando, se remueve en su sillón, incómodo con la mirada de quien quiere y no puede. Él ha desnudado parte del cuerpo de ella, le asoma un pezón tras el filo de la blusa, que lo enloquece y, sumergido como está en sopor, lo pellizca. Durante el trayecto, el conductor ha dejado de mirar por el espejo, se ha tocado tres veces sus propias debilidades y ha carraspeado en dos ocasiones. En verdad, se está demorando en atravesar la avenida, que a los amantes los llevará a la gloria y a él a una masturbación malograda en un callejón cualquiera. En esos minutos, el chico le canturrea una cancion de Ian Curtis: “When the routine bites hard … Then love, love will tear us apart again” . Le susurra eso y algún que otro “viniste a buscarme”, “te voy a dar lo tuyo” y ella, sin mediar palabra, se deja hacer. Se deja morder los labios y tirar de la lengua, se deja chupar la oreja y que los dedos le toquen ahí, abajo, donde se grita el desenfreno, donde ya ha empezado a chorrear un líquido espeso y tibio, que él recoge y chupa, y le da a beber a ella. Cuando dejan el taxi con propina y sonrisas de disculpa, ella no lleva las bragas puestas, las ha dejado en el suelo del coche, donde las encontrará el taxista unas horas más tarde, las olerá y sucumbirá, por apenas unos segundos, a una erección. El chico está en un punto de inflexión parecido a la locura, perdido, desorientado, escuchando en su cabeza canciones de grupos que le gustan, notas, melodías y unas voces tristes que no sabe de dónde vienen (el amor nos destrozará, piensa). Llegan como pueden hasta la cama. A ella se le impone gigante el falo en su boca. Si el deseo no estuviera de por medio hubiera sabido de un olor a orín de horas y también del sudor que lo encierra desde la mañana hasta la noche y que se ha desatado en el último momento preso del frenesí. Él tampoco se ha percatado de que ella terminó la regla un día antes y está aún desprendiendo parte de su endometrio, no ya en sus manos, sino en sus labios. Pero todo esto no importa cuando te levantan las ganas. Las sábanas están sobadas, mil veces lavadas, ásperas, convertidas en harapos, en una montaña junto con la manta. No se ha hecho esa cama desde hace al menos tres días, se ha acostado el chico y también Virgi, su compañera de piso y a veces de cama, se han acostado por separado y juntos en esos tres días, y a ninguno de ellos les ha dado por estirar las sábanas y airearlas. Ya cuando se encuentran solos, frente a frente, el muchacho que es ágil, delgado como una hoja moviéndose en silencio y a toda prisa, la toma de la cintura y la enfrenta a la pared, le suelta el pelo, se lo amasa, le coge la cara, le muerde la mejilla y se dispone a enseñarle su arte amatorio. Le apresa el cuello, primero con una mano, abierta y certera, la otra se esconde por el cuerpo de ella, abajo, arriba, en los huecos, en los llanos, con suavidad, con furia. Luego con las dos manos, al tiempo que el ritmo de su penetración se hace más veloz, le tira de los pelos, como si cabalgara, con la crines al viento; esta vez para que el cuello le caiga en las manos le da un jalón firme, del revés, viendo los ojos de ella encharcados de angustia, a quien le serpentea dentro una sensación de placer y miedo, pero no acierta a unir ninguna idea, y aunque goza, también parece sentir un dolor que no está en ninguna parte de su cuerpo y, sin embargo, flota en todas. Mientras la tiene sometida, en esa posición, él le vuelve a cantar la canción del grupo Joy division, se la canta bajito, “Love, love will tear us apart again. Do you cry out in your sleep. All my failings expose?” al tiempo que le agarra los pechos y le tira de los pezones, le clava las uñas, los dedos, las manos enteras. Ella gime e incluso se escucha en el silencio que brota de ese sexo un “no”, que no se entiende y que su mismo gesto no traduce, y que el mismo chico no escucha, y que si hubiera escuchado tampoco lo pararía. Antes que Carol se desmayara, recuerda la traducción que hacía de la canción, metida como un registro de piezas sueltas, para soltarse, desasirse del delirio. También recuerda que el chico le ató las muñecas y le golpeó la cara, la pellizcó y la mordió entera.
-Ese día te fuiste con él, ¿verdad?- le pregunta su novio unas semanas más tarde.
-No sé qué me dices. – Carol había estado todo ese tiempo evitando que su chico la viera desnuda, que le viera los cardenales, o que le preguntara por qué permanentemente llevaba sujetador y compresa.
– Has dicho su nombre mientras dormías, y no solo eso, has cantando esa canción horrorosa del loco ese. Si a ti no te gusta el rock, que yo sepa.
Carol no estaba muy segura de haber dicho ni cantado nada, en cambio sospechaba que su novio lo sabía desde antes de que sucediera. Por las dudas, asintió.
Por Marissa Greco Sanabria.
Impresionante narración, felicidades Marissa.
Muchas gracias, Davor. Un lujazo estar entre vosotros.