Hoy vi la vida entera en tu rostro.
Invertir en propiedades, decías, es lo único que garantiza beneficios. Yo asentía sumiso -¿no te percataste?- ante la vida y el padre, consciente para mi sorpresa de la trascendencia del momento.
Tú y la vida en la piel apergaminada, en el entrecejo maltrecho de angustias, en unos dientes de infancia sin ortodoncia. Los intereses de los bancos son minucias, proseguías. Ojos vivos tras las cortinas decadentes de los párpados, de mayor tamaño tras la enfermedad traicionera y superada.
Tú y la vida aconsejaban, y yo petrificado -¿no te percataste?-, mostrando total acuerdo porque a la vida y al padre no se les niega, aunque esa sentencia no me ha abofeteado hasta hoy, y por ello me arrepiento ahora de los noes que dejé caer en el camino.
Me podías haber confiado la secretísima receta de las croquetas de la abuela y yo hubiera seguido allí. Me podías haber hablado de materialismo histórico marxista, o de domótica, o de la floración de la amapola canadiense. Me podías haber soltado cualquier bagatela y yo hubiera seguido allí, en la que fue mi casa, en la que es tu casa, encarcelado por el indescriptible pálpito de mi corazón, escrutando tu rostro, descubriéndome en el relieve castigado de tu incipiente ancianidad.
La luz opaca de la tarde mojando desde la ventana y yo helado por el impacto -¿no te percataste?-, con la mano impaciente en el picaporte de barroca factura, porque nos enseñan que el tiempo es oro y supone un delito desperdiciar un nanosegundo. Me marcho, tengo prisas, había anunciado al vacío, osadía de ignorante, y vosotros dos, padre y vida, abandonando el sofá, presurosos, arrastrando los pies y reteniéndome con la insistencia de un consejo sobre inversiones inmobiliarias.
Busca una propiedad donde colocar dinero y no te arrepentirás, decías. El tono sosegado del que ya arranca noviembre del calendario, y yo maldiciéndome por las ínfulas gastadas, pecado común de juventud, autosuficiencia cimentada en fango. El orgullo inherente de tu paternidad sobrevolándonos, la mano en mi hombro calentando al hijo del que recibió tanto desaire. Que no te engañen los bancos.
Hoy vi la vida entera en tu rostro, padre, y de alguna manera sentí que nuestra despedida ya ha comenzado.
Fin.
Por José Pedro García Parejo.