“…así mi vida es una fuga
y todo lo pierdo y todo es del
olvido, o del otro.”
(J.L.Borges)
Lo peor no es la punzada de frío pánico,
la consciencia de que el otro ha tomado el control,
ni verme condenado de nuevo a ver el mundo
a través de sus pequeños ojos de rapaz,
que son también los míos.
Lo peor no es sentirlo arañar en mi cansancio
con ese asco – que también es el mío – hacia todo;
sometido a él mientras conspira,
sombríos ambos entre la gente que pasa.
Ni saber que masculla entre dientes
una vendetta feroz contra un agravio inconcreto,
ultrajado de alguna incierta manera
por toda esa orgía de vida
que se exhibe ante nosotros.
Lo peor no es compartir su sed,
su corazón podrido que vuelve a amartillarse en mi pecho,
su avinagrado,
sofocante,
sulfúrico aliento.
Lo peor viene después.
Después de ese lapso interminable
en el que a punto estoy
de dejarle ganar de una vez la partida.
Cuando consigo apartarlo
de toda esa dicha que palpita alrededor,
y escucho un “ni para ti ni para mí”
que no sé cuál de los dos pronuncia,
y golpeamos el muro de un callejón con las manos desnudas
hasta que el dolor nos rinde a ambos.
Lo peor es ese momento.
La quietud de después,
habitada por mi jadeante alivio y su silencio convulso.
Porque entonces pienso en qué pasará
la próxima vez,
mañana,
pasado mañana.
El día que se canse de firmar empates.
Por José Antonio Millán Márquez.