Allí abajo, el universo entero. Un puntito de luz, pequeño y brillante, tan minúsculo y resplandeciente como cualquiera de las estrellas que se ven desde el planeta Tierra. O que se veían, cuando la Tierra existía, que en algún momento de mi viaje ha tenido que dejar de existir. Claro que yo me he perdido ese instante, ese segundo crucial, espectacular y sublime, en el que el Sol estalló y destrozó lo que quedara de nuestra antigua cultura, nuestros monumentos, castillos, palacios, mausoleos, mercados, fábricas, jardines, calles, avenidas y plazas, amén de los seres humanos que pudieran persistir por aquel entonces, reduciéndolo todo a polvo estelar. Aunque, si digo la verdad, tampoco importa. Es lo que tenía que pasar y nada, ni nadie, podía impedirlo.
Por lo que a mí respecta, no tenía elección. Cuando mi madre comenzó a proporcionarme aquellas hierbas, sabíamos lo que tenía que ocurrir. Cuando mi cuerpo empezó su lenta decadencia, sabíamos con precisión cuál iba a ser mi destino. Por algún motivo que jamás supimos, y que ya nadie conocerá nunca, fui yo la persona elegida por aquellas sencillas ecuaciones para trascender el espacio y el tiempo y partir hacia el encuentro con la Entidad, con la Primera Causa, el Motor que Todo lo Mueve Sin Que Él-O-Ella Se Mueva. Eso fue hace ya bastante; algo así como doscientos mil millones de años, milenio más, mileno menos, que me puedo equivocar contando. Y ahora, con el pequeño punto de luz que contiene todo lo que una vez existió colapsando irremediablemente sobre sí mismo, estoy tan cerca de la Entidad, de la Primera Causa, que podría sentir su aliento en mi cara. Claro que, fuera de ese puntito, ni hay aliento ni hay cara, como tampoco hay materia, ni energía, ni tiempo, ni, en realidad, nada de nada.
La mayoría de las personas nunca supieron mucho de nosotros. Nos veían como seres extraños. Profetas, oráculos, adivinos, videntes. No podían saber que el futuro se reduce a una sencilla ley aritmética, la misma que hemos guardado con celo durante algunos cientos de años. Claro que ni ellos, ni nosotros, hicimos nada para ser como éramos. Mi madre, y antes mi abuela, y antes de ella mi bisabuela, y todos los que la azarosa causalidad de esa fórmula quiso que nos precedieran,, estaban obligadas a esconderse como las sombras en un callejón oscuro. Aunque no tuvieron elección. No la tuvieron quienes viajaron por el ancho mundo buscando las hierbas que paralizaron mi estómago. No fue casual que Marco Polo viajara a Oriente en busca de esa misma planta, o que Michel de Notre-Dame escribiera un libro en el que hacía gala de sus prácticas con nuestra fórmula; como tampoco lo fue que un puñado de ingenieros construyeran este vehículo espacial, el primero que atravesó los límites del influjo solar y se aventuró en el espacio ultraexterior conmigo como única, y secreta, carga. Ni mi madre cuando me colocó en ese vehículo y me proporcionó las hierbas que me convirtieron en un ser inerte pero, paradójicamente, lleno de vida. Y todo para que yo, la única superviviente de nuestra especie, el único ser vivo de todo el universo, pudiera verme cara a cara con la Entidad, el Hacedor, el Motor Primigenio, y le hiciera la única gran pregunta que la humanidad siempre se hizo y nunca entendió:
—¿Por qué?
Pero el Hacedor no hace nada. Se queda quieto, viejo como el universo entero, cansado y abatido como lo está el puntito de luz que lo contiene todo y que está a punto de colapsar sobre sí mismo.
—Hacedor —prosigo—, sabemos que creaste el universo rigiéndolo por una ecuación muy sencilla. Todo lo que siempre ha existido, desde los cúmulos de las galaxias hasta la más ínfima de las partículas, es gobernado por la misma fórmula. Su destino está marcado inevitablemente, como lo está el de cada uno de los seres que vivimos y padecimos en la antigua Tierra. La pregunta que mis predecesores se han hecho a lo largo de siglos y siglos, y que me ha traído en este viaje es: ¿Por qué nos creaste de este modo, con la ilusión de ser libres pero sin la posibilidad de elegir?
Y el Hacedor sigue sin moverse un ápice. Pero yo, que para eso he venido, vuelvo a insistirle, sin sonidos, sin palabras, sin frases, puesto que fuera de todo lo que existe no puede haber nada de ello.
—Hacedor, los que escondimos tu secreto tanto tiempo creemos que tú nos creaste…
— …¿Porque me aburría? —me interrumpe.
Eso dice. Como si preguntara. Pero no responde. No hace nada. Sencillamente, se encoge de hombros. Se queda quieto y me observa, moviéndolo todo sin moverse. Y así permanece, pese a mi insistencia. Y yo le insisto, hasta que el punto de luz en el que está todo, el espacio, el tiempo, la energía y la materia, colapsa sobre sí mismo y se esfuma. Y, cuando eso ocurre, ya no hay nada.
Por Ignacio Moreno Flores.
Como otros relatos que he leído de este autor sobresale por su ingenio y su originalidad que le aparta de la vulgaridad de algunos escritores actuales. No sólo me ha gustado sino que en algún instante se me han puesto los bellos de punta y acelerado las pulsaciones por lo que hay de futuro ble en la narración. Por otra parte el lenguaje es claro y sencillo , y así su lectura es muy amena
Para leer una, dos, tres, un montón de veces, saboreando cada palabra, pensando cada idea.
Tan profundo y tan ligero de recorrer
Como siempre, Ignacio Moreno Flores, ha sido un placer leerte.