Ella nunca me había mirado. Ni siquiera sabía de mi existencia. A pesar de que tengo recuerdos de haberla visto prácticamente desde que nací. Ella hablaba y yo la escuchaba sin que ella notase que yo estaba presente. Ni me miraba. Ni me nombraba. Mucho menos, me hablaba. No me dirigía la palabra a pesar de que tenía conversaciones con el gato y con los peces del acuario del salón.
Aquel día señalado, la noche más corta del año, ella celebraba una fiesta en su casa. Yo no estaba invitado, por supuesto. Ni me dijo nada, ni le dijo a nadie que me lo dijera. Pero, a pesar de todo ello, decidí acudir. Entre tanta gente, estaba seguro de que no notaría que alguien tan insignificante como yo estaba presente. Y así fue.
En un momento preciso, me armé de valor y me acerqué hasta donde estaba ella, junto a la puerta del balcón, y me apoyé en su hombro. Fueron unos segundos en los que disfruté de su aroma, de su esencia, disfruté de lo mejor de su ser. Después me alejé y, un minuto más tarde, cuando el rastro de mi presencia apareció en su piel, ella, al fin, me mencionó.
-¡¡Puto mosquito de los cojones!!
Por Juan Antonio Hidalgo.
Valiente!!!!
A mí el tema de este mes me tiene frita, has sabido salir airoso… estoy deseando ver cómo lo van afrontando nuestros compañeros.
Ains!!