– Vaya cómo se cebó contigo Pacheco.
– Ya ves, menudo cabrón. Creo que le jodí el tema de investigación a una de sus alumnas y me la tenía jurada. Cuando me lo encasquetaron en el tribunal me figuré que algún numerito tendría que montar; pero vamos, que ya está hecho.
Había defendido su tesis doctoral apenas unas semanas atrás y ahora tenía un filón entre sus manos. En situaciones así hay que extremar las precauciones y, salvo a su novia, que era veterinaria y le importaba más bien poco el teatro barroco, no había contado a nadie su descubrimiento sobre Lope.
Ella había sido uno de los pocos restos del naufragio de su vida social que sobrevivió a los cinco años de carrera. Se había preparado a fondo robando horas al ocio, a sus amigos y a su vida sexual, pero en segundo ya formaba parte del grupo de investigación del Departamento de Literatura que le seguía la pista a un segundón que, más que probablemente, había sido negro del mismísimo Fénix de los ingenios.
Aun como estudiante, ya había presentado comunicaciones en los congresos internacionales sobre literatura del XVII más prestigiosos, y su apellido comenzaba a ser asiduo en las bibliografías de los trabajos más recientes. Algunas veces ella lo acompañaba y aprovechaba el tiempo de la ponencia para ir de compras y llegar justo a tiempo para la cerveza del descanso de mediodía. A pesar de ello se querían, y mucho.
– ¿Qué haces esta tarde?
– Juega el Madrid la vuelta de los cuartos de la Champions, ¿tú a qué hora sales?
– No he visto mujer a la que le guste el fútbol más que a ti. La última ponencia empieza a las ocho y media, pero me la puedo saltar. La focalización múltiple o la sucesión de puntos de vista en las comedias de capa y espada de Baltasar Mazarrón: nuevos aportes me importa un carajo, la verdad.
– Vaya nombres que les ponéis a las comunicaciones…
– Yo creo que los que la tienen muy pequeña, ponen títulos largos.
– ¿Por eso la tuya es El negro de Lope?
– ¡Calla! No digas eso en alto por aquí.
– ¡Jajaja, cuidado, que te lo roban!
Renunció a un lectorado en Estados Unidos por ella. En aquella época todavía no había acabado la carrera y a él, una conocida joven promesa de la Filología, se lo rifaban en las universidades. Ni siquiera en las peores discusiones sacaba a relucir el tema, aunque en el Archivo de Protocolos, alguna que otra vez, en las interminables tardes pasando páginas del siglo XVIII carcomidas por los gusanos del papel se preguntaba cómo le habría cambiado la vida aquella estancia en América.
Los protocolos eran endemoniadamente parecidos: líneas enteras de un solo trazo con letra ilegible, polvo y excrementos fosilizados de gusanos. El encargado de la sala conocía a la perfección el ruido del papel que se quebraba al pasar la página, pero él, gracias a años de práctica, había aprendido a toser en el momento oportuno y a soportar la mirada inquisitiva clavada en el cogote sin desviar la suya del legajo el tiempo necesario.
Leía en diagonal. El primer año estuvo a punto de abandonar porque su exhaustividad de recién llegado le impedía ahorrar una sola palabra de aquellos documentos notariales: «Don fulanito de tal, vecino de la collación de Sant Salvador, arrienda una habitación a doña mengana de no sé cuánto…» Ese no valía. Ni ese, ni los cinco mil siguientes que le sucedieron. Buscaba una casualidad, un imposible durante una época. Con el paso del tiempo y la falta de resultados no tuvo más remedio que desviar su campo de estudio para seguir dentro del Departamento una vez que las becas desaparecieron; pero el negro siempre estuvo allí, esperando, unas veces más cerca, otras en sueños, por los que esporádicamente se daba una vuelta y le decía «joder, venga ya, llevo cuatro siglos esperando, no me jodas».
No gritó cuando lo encontró. Durante años imaginó centenares de maneras extravagantes de celebrar su gran hallazgo. Algunas las desechó porque suponían, seguro, algún delito tipificado por el Código Penal, otras por el de Hammurabi. La mayoría eran demasiado soeces y las buenas, las realmente buenas, ni se le pasaron por la cabeza al leer aquel documento mediante el cual don Félix Lope de Vega y Carpio, natural de Madrid, se comprometía a pagar diez ducados a don Luis de Villamonte por cada una de las tres comedias que habría de escribir para el Pentecostés de 1620 tituladas Amar sin saber a quién, El mejor alcalde, el rey y El caballero de Olmedo.
Simplemente cerró el libro, anotó el tomo, sección y página en su cuaderno, y salió a tomar una cerveza al bar de Manolo, el Tremendo. El tráfico pasaba bastante cerca del bar, pero no era molesto. El implacable deseo del alcalde de peatonalizar todo el casco histórico había dejado aquella antigua avenida de dos carriles reducida a uno solo de uso alterno, por lo que los coches particulares se limitaban a los de alquiler de algunos incautos turistas que se adentraban en las fauces del centro de la ciudad y el resto del tráfico, en su mayoría transporte público, no enturbiaba el disfrute de una Cruzcampo.
– Nena, ya. -Llevaba años detrás de aquellas dos palabras. Las había ensayado en multitud de ocasiones: en el baño, hojeando protocolos, mientras escuchaba paciente los tonos del teléfono que precedían a cualquier llamada, incluso haciendo el amor aun a riesgo del malentendido.
– ¿En serio? Joder, ¡cómo me alegro! Y ahora, ¿qué?
– Ahora a asegurar, aunque ya me estoy tomando la cerveza de después, a redactar y a publicar.
– Qué feliz me hace verte cumplir tus sueños.
– Luego nos vemos, te quiero.
Tres meses más tarde, convocado ex profeso, la suya era la comunicación central de un congreso de lopistas que se reunió en la Sala del Patronato de la Biblioteca Nacional y al que acudieron insignes sillones mayúscula y minúscula.
Después de beber un poco de agua y dirigir una mirada panorámica al auditorio que esperaba sus palabras con más inquina que admiración, como a la caza de la grieta que desmontara su teoría, comenzó a hablar. Apenas había concluido con los agradecimientos protocolarios que suelen preceder este tipo de eventos cuando una bola de papel, lanzada desde un punto indeterminado de la sala, hizo blanco en su frente.
– ¿Quién ha sido?
– ¡Ay, maestro, es que te habías quedao empanao!
– No me jodas, Bahir, no me jodas. -La clase prorrumpió en una sonora carcajada compuesta por risas de varias nacionalidades y una única clase social.
– Bueno, vamos a leer un poquito, ¿alguien se ha traído el libro? Venga, ¡atendedme! ¿Alguien se ha traído el libro?
Salvo los cuatro de siempre, el resto había acudido ese día a clase sin libro, ni cuadernos, ni aspiraciones vitales más allá del límite provincial que los separaba del pueblo de al lado, que tenía un Mercadona.
– Mirad, yo puedo comerme la cabeza todos los días – Samara, cállate– por buscar algo que os pueda gustar hacer en clase. No estamos haciendo exámenes –Francisco, mírame cuando te hablo-, no mando deberes, pero, joder, qué menos que podamos leer mejor que un niño de Primaria, que ya tenéis catorce años.
– Maestro, no nos rayes.
Un tiempo indeterminado después sonó el timbre del recreo. Habían comprado entre todos una cafetera de cápsulas que se quedaba en la sala de profesores para aquellos que no querían desayunar en medio del bullicio de la cafetería, a la que acudían casi todos los alumnos por bocadillos o chucherías y cuya ventana daba, además, al patio del recreo.
En una taza que tenía serigrafiada una caricatura de Julio César apuñalado, recuerdo de Roma, se sirvió un café solo largo al que no añadió azúcar, para no disimular el amargor, y se dirigió de nuevo con paso firme al atril. Después de disculparse por la imprevista ausencia se aclaró de nuevo la garganta y culminó los agradecimientos antes de comenzar de pleno con su ponencia.
Por Pablo Poó Gallardo.