Viena. Sábado. Mañana primaveral. Gente que ha pasado un invierno blanco, gris, oscuro. Calles con vida. Calles con un bullicio diferente al del sur, una alegría contenida, pero que no por serlo, es menos alegría, ni se nota menos, ni se siente menos.
No llevo la cámara. Aún no puedo perderme con ella porque no domino del todo esta urbe y si me la llevo, ella me llevará a mí, y seguro que me pilla un coche, me choco con un austríaco que no ha tenido un buen día o me pierdo por unas calles donde no llegan metro, tren, bus o tranvía.
No llevo la cámara, pero tampoco sé qué haría con ella si la llevara. A veces la realidad puede ser tan delicada, tan deliciosa… Hay instantes humanos, naturales, que más parecen haber sido esculpidos basándose en una fotografía retocada, que ser una realidad que merecería ser fotografiada.
Una parada del tranvía, unos banquitos bañados de un sol suave, neutro, amable, perfecto. Un hombre mayor con boina apagada y pelo y bigotillos de nácar, al igual que sus calcetines. Permanece leyendo el periódico tiernamente arrinconado en uno de los bancos de la parada de enfrente. Se nota que se coloca así expresamente para permitir a otra persona sentarse a su lado, compartir el banco, y además, dejando la distancia de seguridad de todo alemán. Esa con la que no te sentirás invadido jamás, esa que te permite ser tú y al otro ser otro, sin que tú puedas oler como huele el otro, leer lo que lee, escuchar la música de sus auriculares, ni sentir su respiración para que te dé por pensar que está acatarrado y puede contagiártelo. Esa distancia que establece más lazos que fronteras. Porque tú y yo somos diferentes, sí, pero podemos convivir en esta misma casa llamada mundo.
Estar en la cola de un supermercado, que no tengas ni idea de lo que estás comprando porque todo te suena a que nos han invadido los alienígenas y todo lo han puesto en su idioma. Y disfrutar en la cola, por primera vez en toda mi vida, porque son innumerables los gestos y la sutil comunicación de la que puedo ser testigo. Cada uno de los que formamos la cola, sin esfuerzo alguno, estamos atentos a dejar pasar al que lleva casi nada, al que se le cae algo, al que necesita más tiempo o al que no encuentra algún producto. Ni un suspiro, ni hastío, ni voces más altas que otras. Todo sucede, todo pasa. Sin contratiempos, ni pausas.
Aquí no fotografiaría edificios, ni palacios, ni monumentos a nadie… De aquí me voy a llevar las miradas. Ese umbral de la sonrisa que sólo se le dedica a un desconocido con el que, por alguna causa misteriosa, se crea una complicidad instantánea. Ese gesto que te hace sentir en casa, o como se llame el lugar donde realmente te gustaría estar.
No somos perfectos, no digo que todo sea paz y armonía. Ni aquí, ni allí, ni en ninguna otra parte. Pero que podamos aparentarla, ayuda a sobrevivir al que vive al día y al que le sobra. Porque el respeto, cuando va por delante de nuestras convicciones, es un pequeño regalo para todos.
Por Mawi Justo