La consigna les había quedado clara a todos: separarse, intentar cruzar la frontera a través de la montaña y, si todo salía bien, reunirse al otro lado. La decisión no fue fácil, tampoco la huida: juntos habían escapado de la ciudad, que en los últimos días había quedado reducida a cenizas y convertida en una ratonera, la peor de las trampas mortales; juntos habían burlado la vigilancia y la persecución implacable de las patrullas; juntos se sentían arropados, más seguros; pero el comandante Aguirre tomó una determinación y dio la orden, una de las últimas como oficial: debían separarse, ir en grupos de dos y confiar ciegamente en el destino. Repartieron de forma equitativa armas, municiones, la poca comida que les quedaba, los indispensables cigarrillos y finalmente se despidieron: no hubo lamentos ni reproches por la derrota, tampoco lágrimas por los demás camaradas o por esta separación que presentían definitiva; eran conscientes del peligro, además de las pocas posibilidades. Pero el comandante Aguirre tenía razón: por separado aumentarían las ya de por sí ridículas opciones.
Tomaron el camino de la montaña y, a partir de ahí, cada grupo fue por su cuenta. Cada día hacía más frío, sobre todo por las noches, y los senderos estaban completamente embarrados, lo cual dificultaba la marcha, pero también el rastreo. El veterano Jiménez iba con el muchacho. Cuando echaron a suertes los grupos, de algún modo inexplicable, Jiménez supo que le tocaría ir con él. Había cuidado de aquel muchacho durante los últimos combates ―que no dejaron de ser inútiles escaramuzas, al menos por su parte―; también cuando el desánimo y la desesperación ya se habían extendido por todo el regimiento, o lo que quedaba de este. Así que ahora Jiménez tendría que seguir cuidando de él. Atravesarían la montaña y cruzarían la frontera; lo lograrían juntos. Se lo prometió a sí mismo y al muchacho, que agradeció el empeño de Jiménez con un abrazo viril y unas pocas palabras embrolladas, confusas: así era el triste lenguaje de los vencidos.
Caminaron varios días con sus noches, porque no tenían tiempo que perder. Ya habían perdido demasiadas cosas durante el transcurso de aquella estúpida contienda: la inocencia, los amigos, sobre todo, la esperanza; apenas les quedaba un poco de tiempo, también mucho miedo. Jiménez abría siempre la marcha y dejaba que el muchacho vigilase la retaguardia. Hablaban poco, debían conservar todas sus fuerzas y mantener la concentración. Por otra parte, Jiménez no quería pensar en nada más que en la huida; ya no tenía ningún sentido preguntarse qué habían hecho mal, averiguar si habían elegido el lado equivocado, llorar las pérdidas o evocar tiempos mejores que no volverían. Todo eso había quedado atrás, sepultado inexorablemente bajo el escombro y el ruido, destruido por el odio. Además, la montaña era despiadada; cualquier despiste podría arruinar sus propósitos. Con inusitada pericia y obstinación consiguieron avanzar. Cada vez quedaba menos.
Aunque no hablaban, tanto Jiménez como el muchacho se preguntaban de vez en cuando, en silencio, por la suerte de sus otros compañeros. Una noche, mientras fumaban un cigarrillo a medias acurrucados junto a unos matorrales, bien resguardados del frío de la montaña, oyeron disparos: las patrullas andaban cerca; por lo tanto, sus compañeros también. Distinguieron gritos y maldiciones: alguien había caído. Sin saber muy bien por qué, Jiménez pensó que había sido su comandante. El cerco se estrechaba. No podían quedarse por los alrededores más tiempo. Cogieron sus cosas y reemprendieron la marcha. La oscuridad era densa, no sabían por dónde pisaban. Rezaron por no torcerse un tobillo o caer por un barranco.
De pronto oyeron algo: un crujido diferente, una respiración que no era la suya, quién demonios sabe. No les dieron el alto, no les permitieron entregarse (tampoco lo habrían hecho). Oyeron más disparos, en esta ocasión dirigidos contra ellos. Y después, nada: otra vez la oscuridad. Y más frío.
Por Fernando García Maroto.
He disfrutado con la lectura.
Gracias por compartir estos textos.
Un saludo.