Nací un veintiocho de abril. Soy tauro. El lunes me dieron las pruebas. Mi médico me dijo que tengo cáncer. De los terminales. Me pareció un poco injusto. Pensé que si el mundo estuviese bien diseñado a cada uno nos debería de matar el avatar de nuestro horóscopo: A los aries, un muflón; a los escorpio, un alacrán, a los leo, un felino. El asesino de los virgo sería un reprimido sexual. El de los libra, un juez. El de los tauro, un cornudo.
De todas formas nos os pongáis tristes. Yo no me sentí así. Es difícil prever cómo nos comportaremos en una situación extrema. Yo pensé que se me caería el mundo encima. Pero no. Solo noté un cierto temblor en mis piernas. Quizás lo imaginé. O quizás la Tierra se movió de verdad avisándome de que pronto me sacudiría de su salvaje lomo como un toro de rodeo. El caso es que cuando salí de la consulta me sentí más ligero. Me había desprendido de los grilletes del miedo con los que había cargado toda la vida.
Al parecer no solo una primitiva tiene la capacidad de hacerte libre: conocer la fecha de tu muerte también lo puede hacer.
Me maravilla el poder de la medicina moderna de vaticinar, de vez en cuando, la muerte de uno. Sin embargo, temo profundamente su capacidad para alargar al extremo la agonía del que se está muriendo.
No iba a dejar que hiciesen eso conmigo.
De ninguna de las formas.
LA FAMILIA
No se lo conté. Les dije que había sido una falsa alarma. Un pólipo benigno. No merecía ni intervención. Me hicieron una fiesta, pero no me sentí culpable. Me encanta que estén felices.
¿Qué harías si te enterases en el trabajo de que un meteorito caerá a la Tierra en una hora y que las posibilidades de supervivencia de la especie humana son peores que las que tuvieron los triceratops la otra vez? Llamaría a mi mujer. Le diría que la quiero. Intentaría llegar al colegio de mi hija, la tomaría de su manita y la llevaría al patio. Abrazados, observando caer la bola incandescente del cielo, le diría «mira qué chulada».
Pero me quedaban tres meses. Los objetivos cambian.
Tenía que reunir el máximo dinero posible.
Llevaré a mi hija de la manita al colegio sesenta veces más.
Me bañaré en el lago Baikal.
EL TRABAJO
Parece que el abandono del miedo me hizo más listo, más decidido y un buen actor.
Empecé un pulso con mi jefe. Llegaba sistemáticamente tarde, hacía desayunos de tres cuartos de hora, no le contestaba nunca a la primera cuando me pedía algo y gestionaba las cosas más inverosímiles en horas de trabajo. Realmente eso último no lo hacía para putearlo. Yo tenía poco tiempo y había cosas que no podía hacer desde casa sin peligro de que mi mujer sospechara. Por ejemplo, informarme de todos los seguros de vida que tenía firmados. Total, hice lo que haría cualquiera con sus jefes si se volviese millonario de un día para otro: mandarlos al carajo. Lo que pasa es que yo, como no era rico, no podía permitirme despreciar la indemnización por despido, así que mandé a mi empresa a la mierda poco a poco y muchas veces. Me dio un poco de pena que solo tardasen dos semanas en ofrecerme los veinte días por año. En la década que llevaba trabajando para ellos nunca me lo había pasado tan bien.
Cuando salí de recoger el documento de despido (y el talón) vi que Gutiérrez no estaba en su mesa. Me acerqué a su ordenador y le di a formatear el disco duro. Escribí «muac» en un posit y se lo dejé bajo el teclado. Quizás también me estuviese volviendo más cabrón.
EL PAPELEO
Al día siguiente el despertador sonó a la misma hora y me puse el mismo traje que la víspera. Mi mujer me dijo que estaba muy arrugado. Dije que iba mal de tiempo y que no quería llegar tarde al trabajo, que al día siguiente me pondría otro. Me preguntó si al menos la ropa interior era la misma. Le respondí «¿ja!», ella me devolvió un doble «¡ja-ja!». Cogí la cartera del trabajo y llevé a mi hija al colegio, pero, después de dejarla, me dirigí a la oficina del INEM.
A media mañana estaba citado con un abogado. Había reunido toda la documentación relevante. Le conté mi caso. Estudiamos todas las pólizas de mis seguros y me explicó qué estaba cubierto y qué no. Me insistió mucho en que el suicidio no lo estaba. Le conté lo del talón. Decidimos ingresarlo en una cuenta corriente a nombre de mi hija. Fuimos a notaría y le di poderes para la gestión de todos mis seguros en caso de que yo falleciese. Redactamos el testamento.
MI RUTINA
Por las mañanas simulaba ir al trabajo, dejaba a mi hija en el colegio, pero después acudía a un gimnasio al que me había apuntado en otra localidad. Cuando terminaba, solía desayunar en el único bar con WIFI que encontré por la zona y aprecié el placer de tomar café en su velador, al sol, sin prisa, mientras navegaba de forma intermitente con el móvil planeando mi última aventura.
Solía volver a mi casa a la una. Veía alguna serie, leía, escuchaba música, haciendo tiempo hasta que llegase la hora de recoger a mi niña.
Por las tardes hacía los deberes con ella. Por las noches intentaba hacer el amor con mi mujer. No siempre lo lograba, pero cuando me rechazaba lo hacía con una sonrisa. Yo saboreaba la presencia de ambas como las últimas cucharadas de la más exquisita comida.
LA DESPEDIDA
El día antes de mi marcha no pude dormir. Le había dicho a mi mujer que iría dos días a Madrid, por una auditoría interna. La abracé fuerte y ella me miró extrañada: «Si vuelves el jueves, hombre». Mi niña seguía dormida. Acaricié su mejilla con el dorso de mi mano y mis piernas volvieron a flaquear.
BAIKAL
En el segundo día en el transiberiano grabé un video para mi mujer con mi móvil. Se lo expliqué todo, excepto adónde iba. Le dije dónde estaba la escritura del abogado y toda la documentación. Le supliqué que me dejase ir. Le dije que la amaba. Envié el video dos veces para estar seguro de que le llegase. Apagué el móvil y saqué la tarjeta. Doce horas después empezó a dolerme el cuerpo.
Me bajé en Listvyanka . Un taxista buriato me esperaba con un cartel con mi nombre. Paramos en una tienda de telefonía y le di dinero para que me comprase una tarjeta de prepago. La introduje en mi móvil. Me atiborré de analgésicos y descansé. Al día siguiente contraté a otro taxista para que me llevase a ver los nerpas, las únicas focas lacustres del mundo. Le dije que lo llamaría para que me recogiese por la tarde.
Me divertí tirando a los nerpas pequeñas cantidades de omul ahumado. Les gustaba mucho. Vi que la aclamada claridad de las aguas del lago era justa. Me encontrarían con facilidad.
Llamé al servicio de emergencias. En mi burdo inglés les expliqué que estaba cerca de la isla de Oljón y que había visto cómo un hombre había caído al agua desde las rocas. Que parecía en dificultades.
Saqué la tarjeta de prepago, la sustituí por la mía y la rompí con una par de piedras. Enterré los trocitos de cobre y plástico en el suelo. Busqué el video que grabé en el móvil y lo borré.
Subí a las rocas y desde ellas salté al agua. Me hundí y el frescor hizo desaparecer el dolor de mi cuerpo como si nunca hubiese existido. Expulsé el aire de mis pulmones y me giré para observar la superficie. El agua era tan transparente que pude observar a un águila, muy arriba en el cielo volando en círculos. Me pareció hermoso.
Por Thalcave.
cabeza tu estas bien, no?
para mí deja un cigarrito al menos.
muy chulo. un abrazo
Hola, un relato genial, te engancha desde el principio, me ha encantado, esperamos más publicaciones, saludos
Muchas gracias, Mila.
Tengo más relatos publicados pero venía de estar un tiempo sin escribir por pura flojera.
Prueba a pinchar en mi etiqueta a ver que tal (la mayoría no son ni tan tristes ni tan largos).
Yo estoy bien, Fano.
Pero si no fuese así quizás tampoco lo diría, ¿no?
diooooos… Llama a Sorrentino y dile que existes tío… Enorme.