Aún recuerdo las historias que mi abuelo me contaba en torno a los graves altercados que en la vida pública y privada provocaba la celebración del Día de la verdad, causa principal, por otra parte, de su posterior cancelación pocos años antes de que yo naciera.
La celebración de esta efeméride consistía en la elección de un día al azar, laborable, en el que sin que variase la actividad cotidiana sólo estaba permitido decir la verdad. Imaginarán las importantes repercusiones, incluso a nivel nacional, que se sucedían año tras año y que, a la postre, fueron la causa de su desaparición.
El Día de la verdad era la ocasión en que alumnos y profesores sacaban a relucir sus verdades más íntimas sin importarles lo legítimamente estipulado; así, los alumnos reconocían que no tenían perro y que, ni mucho menos, sus abuelas estaban enfermas (alguno incluso llegó a confesar que la suya moría, de media, tres veces al año), de modo que no hacían las tareas porque preferían pasar la tarde jugando en la calle; los profesores, por su parte, daban a conocer el verdadero motivo del retraso en la entrega de los exámenes corregidos a la vez que desvelaban, de una vez por todas, que la actitud nunca había subido ni una décima de ninguna nota.
El Día de la verdad los pescaderos reconocían que su marisco era congelado y los policías que, en más de una ocasión, habían sufrido alguna que otra erección mal disimulada agrediendo a cualquier manifestante.
Cuentan que ese día los principales representantes de los partidos políticos salían a la palestra y que, sin poder contenerse, afirmaban que no les importábamos lo más mínimo y que todavía no se explicaban cómo, legislatura tras legislatura, seguíamos permitiéndoles ocupar los puestos de poder.
Alguno confesó que se había llevado dinero como para vivir cuatro vidas de marajá, pero que seguía haciéndolo por puro vicio; y los jueces, desde sus atriles, explicaban entre grandes carcajadas que la Justicia no era igual para todos, que eso fue una pamplina que se inventaron hace tiempo y que estaba tan arraigada que no merecía la pena desmentirla.
El último año que se celebró el Día de la verdad se produjo un conato de organización ciudadana para la regeneración democrática que amenazaba con arrebatar el poder del Congreso y el Senado. Una semana más tarde se modificó la Constitución para impedir cualquier celebración futura del evento. El Decreto se promulgó a la semana siguiente.
Por Pablo Poó Gallardo.