A Crepúsculo Ontario lo recibió diciembre con tres disparos en la cabeza. Uno entró por la boca y salió por la nuca. Lo encontraron a escasos metros del cadáver, limpio y brillante, sin asomo de su propósito. Los otros dos se quedaron en las lagunas de los ojos y permanecieron quemando tejidos hasta que el forense tuvo como prescripción sacarlos con una pinza.
A las 8:40 el coche oficial del empresario tomó la ruta de siempre, una media hora más tarde de lo habitual. Se encontró con tráfico y Crepúsculo salió a hacer una llamada, dando la orden de que vinieran a recogerlo luego de dar una vuelta a la manzana. En esos siete minutos, la muerte le saltó encima. Su último pensamiento fue a parar al dinero que tenía a buen recaudo en un paraíso fiscal y a los muslos de Blanca.
Doce días antes, Aura, su mujer, lo había prevenido de los enemigos: «Eres rico y conocido, blanco fácil para el asesinato, amor mío. Has jodido a mucha gente desde tu ascenso al Olimpo».
Crepúsculo elevó un poco su voz de capo y le dijo: «Querida, he de morir de viejo, entre algodones. Con toda la parafernalia que me merezco. Ese día me mentirás y me dirás que todo va bien, pero yo sabré que será el último atardecer de mi vida. Y si eso que dices es un reproche, más vale que te calles».
Aura lo mandó a tomar por culo entre dientes. Volvió a echar las cartas. Quizá ese destino fuera para otro y las predicciones estuvieran dislocadas. Llamó a Olga, su amiga chilena, que tenía el don de leer las cartas sin tirarlas, y le dio el mismo diagnóstico: «Que no haga desayunos abundantes porque la metralla le entrará por la boca y le vendrá a reventar el colon. Dale agua de rosas por las noches para suavizar sus nervios, puede que ello le ayude a alargar los días que le quedan y el día concreto se le haga corta la agonía».
Cuando llamaron a Aura para el reconocimiento, no tuvo dolor alguno. Es más, se vistió con sobriedad, sin mediar en los detalles propios de la ocasión, se maquilló con esmero y mantuvo un silencio tenso en el coche que la llevó a la morgue y que compartía con su cuñada, la que lloraba desconsolada por la inexplicable muerte de Crepúsculo.
-No parece que te afecte la muerte de tu marido, el padre de tus hijas, el compañero de tu vida.
-No sigas por ahí -dijo sosegada Aura -.Siempre tan hipócrita. Tu hermano no era una buena persona. Ahora que murió te entra la pena.
Las miradas de ambas se cruzaron un instante. No hubo más palabras.
El único sobresalto que sintió en su corazón fue al ver lo que quedaba de aquel ser humano. Lo reconoció por los lunares, que parecían más oscuros enterrados en la piel amoniacada y putrefacta.
La policía dijo que había sido un ajuste de cuentas. Abrieron un expediente que no sometieron más que al rigor habitual de los trámites y se cerró en cuanto se hicieron dos o tres llamadas desde el lugar pertinente.
No pestañeó cuando pagó al sicario una cantidad suficiente como para que callara para siempre. De cualquier forma, le advirtió:
-No quiero fisuras. Nada de que se te vaya la lengua, porque si es así, te encontraré y yo misma te la haré tragar.
-No llegaremos a eso, señora. Yo mato y olvido.
Los meses siguientes al suceso, Aura echó las cartas con asiduidad y siempre acompañada de un temblor en las manos que ya no la abandonaría. Pensó todas las veces que la vida era una broma macabra. La tirada se repetía: el colgado, el ermitaño y el loco invertido, el carro va primero, una vez tras otra. Anuncia abandono, locura, una decisión equivocada. El éxito no ha sido vencido.
Aura comprendió pronto cuál había sido su error.
Por Marissa Greco.