Nacer. Ese intervalo de tiempo, (breve para algunos, eterno para muchos) en el que la vida comienza. Y con ella, un sinfín de acontecimientos que pudieron no haber ocurrido jamás son liberados hacia el complejo y repentino mundo de los hechos.
Nacer no es fácil. Todo comienzo ha pasado por un fin y, en algunos casos, aún se puede saborear el amargo pero sutil vinagre del drama que nos lleva a una muerte, a una caída, de la cual despertar, resurgir…no entraba en nuestros planes. Y así, de repente, vuelves, regresas, naces. Y con el nacimiento viene el vértigo. El abrir de ojos y cegarse al principio de tanto como vemos. De tanta luz que desconocíamos. El escuchar y asustarse de tanto ruido, de tanta expectación cuando nunca antes nadie nos había esperado. El sentir el corazón acelerado, palpitando fuerte, sentirse fuerte, vivo. Hacerse consciente de que todo es diferente y tú…estás vivo.
Hay muchas formas de nacer. En la cultura occidental prevalece la idea de que nacemos una sola vez a lo largo de nuestra vida, al igual que, afortunadamente, morimos una sola vez. Típico. Porque occidente, un buen representante del mundo desarrollado, sabe sin duda cómo afrontar sus miedos. Basta con reducirlos a uno. Basta con que las situaciones que más tememos, los cambios, los grandes cambios, los que hacen historia, los vivamos una sola vez. Así no les cogeremos el gustillo a eso que se le conoce como renacer. Nos inventamos este término para remitirnos a un estado casi de iluminación, como si sólo unos pocos, los elegidos, pudieran tener una visión o una vivencia lo suficientemente importante y trascendental como para considerar el concepto de volver a nacer. De ahí que la palabra renacer se haya quedado para expresar de un modo casi poético la euforia que da el descubrirse como alguien nuevo o, en este caso, re-descubrirse. Y de ahí que muy poca gente crea realmente en su derecho a renacer y, con ello, a renovarse, a reinventarse. En definitiva, nacer de nuevo. En cambio, es la cultura más oriental, la africana y también la latinoamericana, la que ha respetado este espacio como algo legítimo de la vida del pueblo y, en lugar de saquear o manipular el concepto del nacimiento, lo ha dejado en manos de la cultura popular, de quien realmente vive, porque nace, y sabe que podría volver a nacer. La gente.
Y, a menudo, son los pueblos los que hablan y deciden cuándo nacer. Porque no sólo se nace de una madre. Un individuo puede sentir que ha vuelto a nacer cuando se hace adulto. Muchos pueblos africanos lo saben bien y pasan por ese trance que supone el morir a muchas cosas que debes superar antes de nacer para otras. Y es un hecho tan íntimo y, a su vez, tan clave en la vida de una persona, que la comunidad lo acompaña en este proceso ya sea con rituales, cantos o danzas. Nada importa más que el que nace. Todo lo demás acompaña y, sencillamente, hace que ese momento, esa transición hacia algo o alguien más puro, más resuelto o mejor, sea aún más perfecto. El alma latinoamericana también conoce bien el potencial de un nacimiento, su significado. Porque el que nace no lo hace por primera vez, viene de lejos, con la carga más o menos ligera de su otra experiencia vital y, si ha llegado hasta aquí y nace, es porque lo que viene también forma parte del entramado de su destino. Porque no somos más que caminantes, viajeros…y apenas estamos aquí de visita. Y como invitados en esta tierra, al nacer, nos acogen y por nuestro bienestar, velan. Pero al final, el tiempo se acaba y debemos llevarnos los recuerdos, sí, pero sobre todo, el aprendizaje. Eso que nos hará especiales y, por ello, merecedores de un mejor trato en la próxima visita.
Es curioso lo de los occidentales. Que le hayamos cogido miedo a nacer varias veces en la vida y que nos atraiga más la idea de nacer, simplemente, y comenzar un camino, con frecuencia bastante incierto, para perseguir sueños que nunca alcanzaremos, porque es normal que se rinda quien no descansa alguna vez. Porque para hacer la carrera de obstáculos que es la vida, y no abandonarla, hay que pararse alguna vez y respirar, y enfrentarse a lo que nos duele, a lo que no va bien y no nos deja avanzar o coger ventaja. Y quizás hay que dejar incluso la carrera y continuarla otro día, sin que nos invada la sensación de que dejar un día la carrera es un fracaso cuya carga no soportaremos.
Incluso en la religión que aceptamos, o mejor dicho, se nos fue sugerida, hay atisbos claros por escrito de que, cuando el cristianismo era tal, también se creía en la idea de volver a nacer. Y no sólo se creía en ella, sino que el mismo Jesucristo invitaba a hacerlo a mendigos, enfermos, prostitutas y recaudadores, como Nicodemo. Porque para los olvidados, los invisibles de la época, el único hálito de esperanza posible sería precisamente la promesa de un futuro, a ser posible, mejor. Limpios de estigmas sociales. Una nueva oportunidad. Y en este caso, el Mesías, según los textos, no sólo invita con sus palabras a renovarse o reinventarse utilizando el concepto griego de regeneración, sino que añade otro término aún más interesante: Aquél que llama a nacer de nuevo, pero con un origen nuevo. Porque en esta transición, el individuo, tras haberse reconciliado con su historia personal, reconoce sus raíces y, a partir de ahí, es capaz de saberse, con orgullo, hijo de sus vivencias.
Por tanto, el nacimiento siempre debe ser algo especial y único. Pero no tiene por qué estar condenado a no ser recordado por el protagonista, solo porque pasó hace mucho tiempo, cuando apenas podíamos pensar ni sentir. Nacer puede ser una opción o la parte de un ciclo. Pero sobre todo, es toda una oportunidad. Y encima, por estrenar.
Por Mawi Justo