¡Joder, qué extraño! Resulta jodidamente extraño que nadie haya pronunciado una mísera palabra sobre el tema. En la puñetera colina de West Penny luchamos contra el viento helado -y jodido- que nos regala las Rocosas con toda gentileza y que provoca que nuestros huesos crujan como puñeteras maracas. Llevamos aquí casi una hora y necesito una cerveza.
Nuestra función consiste en aguardar a que el sepulturero selle con ladrillos el nicho y perder de vista el lustroso ataúd de caoba donde han metido a Ray Jo. Estamos todos. Todos somos Louis, Carter, el Nutria y yo. Contamos además con la presencia de la casera -y supuesta amante- de Ray Jo, una mujercilla de mofletes generosos y de cabello tacaño que no deja de fastidiarnos hipando y sorbiendo por la nariz con la estridencia de una olla a presión.
La cuestión es que nadie ha tenido todavía el detalle –ni yo mismo, pero es que el frío tiene soldadas mis mandíbulas entre sí- de recordar aquel glorioso día en el que Ray Jo nos reunió en su casa con el objeto de que lo viéramos pelar una banana con un boato que llegó a asustarnos, y todo para que lo escucháramos decir como el juez que dicta sentencia: “¿Veis? Somos los primeros que contemplamos el fruto carnoso de esta banana y, por ello, debemos sentirnos especiales”. Tengo que apuntar que Ray Jo nunca nos agradeció lo suficiente que no le propinásemos una buena tunda en aquel mismo momento porque nuestra intención al acudir allí era participar en una excitante sesión de onanismo grupal, costumbre muy arraigada entre los adolescentes de nuestra comunidad, -y hubiera resultado realmente excitante porque todo el tiempo estuvimos pendientes del estimulante taconeo de la hermana de Ray Jo, jefa de animadoras del instituto, en el piso de arriba-. Sin embargo, nuestro gozo en un pozo, y cuando Ray Jo terminó de zamparse la mustia banana sólo añadió: “Chicos, ya os podéis marchar”. Así que enfilamos el camino de vuelta con caras de gilipollas y ansiosos por tocárnosla ante un ejemplar de Hustler.
Era todo sencillamente patético en nuestra juventud y, como en aquella época parece que nos enorgullecía resaltar nuestro patetismo, el lunes siguiente se presentó Carter con unas descomunales patillas y dijo: ”Soy el primero de nosotros que ha conseguido unas patillas como las de Elvis”. Y era verdad, ¿quién si no?, Carter tenía el lomo de un hurón por cara. Siempre pensé que Carter era un residuo rezagado de la evolución a juzgar por su densidad capilar. Pero el asunto es que de este modo, con estas dos memeces consecutivas, propias de seres lobotomizados, nació una competencia absurda que ya siempre nos acompañaría a la par que se desarrollaban nuestras insulsas vidas.
El mecanismo de nuestro club era simple. Llegábamos a la cabaña del viejo Willy los sábados temprano, cuando el resto del vecindario huía a las playas de Santa Mónica o llevaban a sus hijos a las escuelas parroquiales. El anciano nos saludaba con un escupitajo al suelo al vernos aparecer desde su mecedora. Nuestro peaje consistía en tragarnos cada semana la misma historieta sobre Iwo Jima y los “putos japos”, contemplar el muñón de la mano del viejo y aguantar un poco el olor a orines de gato que dominaba el lugar. Merecía la pena, a cambio disfrutábamos de nuestra propia sede. Ya en el interior enumerábamos nuestros “primeros” de la semana, discutíamos la validez de cada “primero” y los apuntábamos en el cuaderno de pastas marrones que nos regaló la señora Carter con la esperanza de que ocupáramos nuestras improductivas horas en algo que no implicara brechas en las cabezas y dientes cascados.
Tiene toda la pinta, mientras el viento criogeniza mis cojones, de que me voy a quedar con las ganas de revivir el día en el que fui el primero en bajar a lomos de mi monopatín la calle Evergreen a una velocidad no apta para rodillas débiles. O el día en el que me metí entre pecho y espalda, delante de todos, un tarro supermaxigrande de crema de cacahuete marca Corny con la única ayuda de una cuchara. Y me temo que no voy a poder refregar a todos por enésima vez que fui el primero del club en palparle las tetas a Lisa Kowalsky, dependienta-jefe de la sección de cosmética de Almacenes Kowalsky, y no voy a volver a saborear, por tanto, la habitual mirada de desprecio del Nutria, colado hasta las trancas de la fresca de Lisa desde parvulario.
A veces pienso que resulta igualmente patético añorar la cabaña a mis cincuenta y dos años. La cuestión es que allí nos sentíamos tocados por el dedo de un ser superior. Incluso creíamos que el viento hacía sonar las copas de los árboles en nuestro honor. Por las rendijas de los tablones se colaban dorados haces de luz que sacralizaban nuestro universo particular. Nos sentíamos importantes. Procurábamos solemnizar nuestros gestos y engolábamos la voz a lo Sinatra. Las reuniones comenzaban postrándonos ante una banana porque ese fruto de la Naturaleza nos había enseñado el camino. La cabaña contenía el aroma de los bellos recuerdos. Afuera chirriaba la mecedora del viejo Willy. Las ardillas brincaban por el tejado. La verdadera cuestión es que nos aterraba el mundo y en mitad del bosque éramos alguien y hacíamos algo.
Por lo tanto, esperamos el fin de la labor del sepulturero y cuando llega nos muestra sus condolencias con un automático “descanse en paz”. Y lo siguiente que sucede es que Louis mira a Carter, Carter mira a Louis y después al Nutria, yo miro a todos –mi marcapasos de tres mil dólares apenas puede contener mi corazón-, y todos nos quedamos mirando con asco cómo la casera de Ray Jo gime de rodillas en la grava del cementerio.
Menos mal -y no he respirado tranquilo hasta ahora- que Carter deja de reprimirse y grita: “¡Maldito bastardo, no has parado hasta ganarnos!”, y añade: “Tengo que ir a mear, ¡condenada próstata!”.
Cuando el viejo Willy la palmó llegaron unos tipos e hicieron añicos la cabaña. Tuvimos que hacernos socios de la bolera para asegurar la supervivencia del club.
“¡Sí! ¡Vaya hijo de puta! ¡Nos la ha jugado, el muy tramposo! ¡Seguro que se ha provocado el infarto!”, respondemos los demás y empezamos a descender la colina abandonando allí, ¡por fin!, los desgarradores lamentos de la casera-amante de Ray Jo.
Definitivamente éramos y definitivamente somos patéticos. Me pregunto cuándo se cansará la vida de sostenernos. Me pregunto si Ray Jo se estará riendo de nosotros desde dondequiera que esté.
Por José Pedro García Parejo.
Brillantísimo.
Si no eres @Jeitit, escribes como él.
Gracias por el halago. No tengo el gusto de conocer a @Jeitit, aunque la curiosidad me ha podido y echando un vistazo a su cuenta noto que le pega al palanganismo (si no me equivoco), por lo tanto, imposible q yo sea él.
De nuevo, muchas gracias.