Le habían prometido la luna.
Los telediarios, la radio, las redes sociales, los corifeos del siglo XXI llevaban todo el día desguazando las mecánicas celestes, preconizando una luna grande y rojiza, oscurecida por la sombra de la propia Tierra. La sombra de la Tierra.
Sale a buscarla a la pequeña terraza, pero sólo encuentra un resplandor ocre irradiando el cielo, la noche cayendo poco a poco sobre los tendederos y las antenas de televisión. De regreso al interior, siente cómo se solidifica el aire del piso vacío.
Sale a buscarla a la calle, primero por los callejones del barrio, donde los edificios parecen combarse sobre él para hurtarle la visión del cielo, y luego por las avenidas, anchas y azules, pespunteadas sus fachadas por cientos de destellos luminosos. Pero no está. La noche de la ciudad es una noche sin luna.
Siente crecer dentro de él la sed. Despiadada y familiar. Como un fuego frío erizándosele en el velo del paladar. Otea el interior de los bares mientras fatiga errático las recalentadas aceras de agosto. Sus ojos se detienen en un rótulo de neón. Moon. Quiere ver una señal. Entra. Se acoda en la barra, donde un par de grupos charlan animadamente. Pide una copa, y basta el primer trago para que todo lo demás desaparezca a su alrededor. Sólo él, sólo el ron, y sólo el ron solo. La realidad reducida a una pulpa gris, ruido de fondo.
La ve emerger de esa nada. La piel de sus brazos desnudos emanando palidez lunar, su mirada azul licuando el mundo a su paso. Un cigarrillo apagado entre los dedos, y aun así camina envuelta en humo, envuelta en la noche.
La oye pedirle un mechero al camarero, y aún tarda unos segundos en darse cuenta de que hace demasiado tiempo que la está mirando fijamente, y que ella sonríe, antes de apartar su propia mirada y pasarse la mano por el desordenado flequillo rubio. Luego ella se va hacia la salida, y él imagina el morse de sus tacones, aunque no puede oírlo. Ha empezado a sonar Man on the moon, de REM. De nuevo, quiere ver una señal.
Cuando sale del bar, ella está unos metros a su izquierda. Apoyada en el capó de un coche. Lo mira. Y él sostiene esa mirada, intentando descifrarla.
Un hombre sale de alguna parte y abraza a la mujer por detrás. Ella le da unas llaves, pero antes de subir al coche señala con la mano y ambos miran hacia donde lo hacía ella hace unos momentos. Pero ya no siente que lo estén mirando a él.
Se gira a su espalda para seguir la dirección que marca la mano de la mujer. Ahí está. La luna. Gigantesca y parda, como una gran bola de barro derramando una especie de luz muerta sobre la ciudad. No es tan bonita. Sólo es la luna.
Cruza por delante de la pareja sin levantar la vista de las punteras de sus zapatos. Camina como si tuviera prisa, evitando tropezarse con su propio reflejo en los escaparates de las tiendas cerradas. Su cuerpo oscurecido por la sombra de la propia Tierra.
Por José Antonio Millán Márquez.