Tras las miradas gris plomo del desencuentro, la peor solución: el salón para papá y la salita para mamá, con un televisor para cada uno. Y todo se fue resquebrajando. En aquella casa dividida, de entre sus grietas, emergieron dos montañas llenas de aristas cortantes a las que seguíamos llamando papá y mamá. Dos cumbres enfrentadas hechas de los escombros de un amor incierto y remoto desgastado por la rutina. Dos montañas de egoísmo que formaban un valle abrupto, encadenadas entre sí por la convención social y el qué dirán. De sus entrañas de roca dura manaba el manantial oscuro del odio. Sus aguas sucias bajaban a pudrirse al valle de las tinieblas. Allí abajo, insignificantes, vivíamos atrapadas mi hermana y yo, respirando el aire viciado del desamor, bajo unas nubes negras de infelicidad que asfixiaban el horizonte. Una lluvia ácida de desesperanza nos corroía. Todo era oscuro.
No recuerdo un beso sincero entre mis padres, tampoco ninguna muestra de cariño. Recuerdo en cambio acostarme con el deseo de no despertar, de no haber nacido. Pero sobre todo recuerdo una foto sobre el aparador simulando ser la familia perfecta, con sonrisas apuntaladas por la vergüenza. Ahora, ya fuera del lóbrego valle, con mi hijo recién nacido entre los brazos, solo percibo la amenaza ahí, en el negro recuerdo, y me aferro desnuda al vértigo del amor para no ser nunca montaña.
Por Simón Rafael.